Falo
se sentía orgulloso de la sidra que fabricaba en su lagar.
Era siempre la más dulce y sabrosa de todo el pueblo. No
faltaba en las fiestas tanto familiares como locales. Mucha gente
le preguntaba el secreto de su sidra, pero Falo se resistía
a revelarlo. Sólo él sabía que el secreto estaba
en las manzanas de aquel camueso, el más pequeño y
retorcido con aspecto enfermizo, de su pomar. Las manzanas que daba
eran pequeñas y arrugadas, caían como las hojas en
otoño en cuanto el viento arreciaba, maduraban muchas veces
en el suelo. Si su aspecto no era apetitoso, su sabor lo desmentía,
almibarado néctar jugoso. Desde niño había
tenido preferencia por aquel manzano, las tardes de juego en el
huerto las completaba merendando las ricas manzanas caídas
en el suelo. Había ganado varias veces el primer premio al
Certamen de la Sidra.
Sólo
él sabía que el secreto se hallaba en su micción.
Todas las noches, antes de acostarse, orinaba al pie del manzano
convencido de que su pis era el que daba aquel agradable sabor a
las manzanas. Y si su secreto iría con él a la tumba,
el de su padre también. Fael hacía tiempo que veía
a su hijo mear por las noches al pie del manzano. Y se reía
para sus adentros, Falo nunca podría imaginar que meaba a
su propia madre. Era muy niño cuando ésta desapareció.
¡Carajo!, se dijo Fael, ¡cómo le recordaba a
Covadonga aquel manzano, pequeño y retorcido!.
©
Paz
Sanz
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