Sumario 25

 

Juan Diego
Incardona

 

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El círculo
de fuego

 

 

Con ligeros movimientos en la plataforma circular donde el anciano enciende el fogón sagrado del año nuevo a los niños huérfanos del pueblo los elevan como trofeos a la gran luna roja y ellos mismos abren los brazos y desnudan sus pechos debajo de las estrellas santas y cantando oraciones ancestrales al ogro de la primavera ofrecen sus pueriles cabezas al cuchillo largo cortador de mil cabezas que en otro tiempo fue terror de la batalla cuando la guerra de los hombres disfrazados de halcones se libró para la memoria de los aedas que posteriormente cantaron una y otra vez en infinitud de eventos y fiestas celebratorias de dioses y de héroes semidioses.

 

Sangre

En la tierra del norte que ha sido imaginada por los poetas pero que nadie puede afirmar con seguridad haber visto con ojos negros salvo los híbridos vivientes hijos de insectos gigantes y de mujeres guerreras que conocen todas las islas de todos los mares y que profesan el culto prohibido de las semillas venenosas que cuentan los aedas que en realidad son huevos de un dios pájaro nacido de una tormenta del pasado que exterminó cinco pueblos costeros con eléctricas jabalinas del cielo proyectado como sombra del otro cielo que todos creemos contemplar y que tal vez sea un espejismo o una ilusión creada por el arte del dueño de las nubes.

 

En el mar

Las bestias devoradoras que reinaron durante diez mil años y que ahora están sometidas al poderoso guardián de la isla de las columnas que sostienen al cielo atacarán a las últimas tribus del pueblo rojo porque así está escrito y aunque muchos niños huérfanos sean sacrificados y todos canten canciones y hagan promesas igualmente las ciudades arderán y hasta la última aldea será cenizas y las cabezas humanas quedarán huérfanas de cuerpos y serán juguetes del ejército bestial marino que espera la orden a menos que por fin aparezca en este mundo la niña capaz de soñar círculos de fuego.

 

Y en la tierra

CUANDO LA LUNA ERA LLENA Y SU COLOR ERA SANGRE COMO EL ROJO me aventuré dentro del bosque con estatuas porque así me lo dictaron en mis sueños. Luego de dos días y dos noches, una mañana más oscura que la noche anterior al Principio, me encontré frente a una vieja cabaña aparentemente abandonada. Alumbré con mi antorcha la fachada y escudriñé la mayor cantidad posible de detalles pero no descubrí nada fuera de lo común. Golpeé la puerta de roble y aguardé que alguien me recibiera. Pero mi espera, evento vano de este relato, no tenía sentido, porque la casa obviamente estaba desierta, sólo repleta de silencio.

Continué mi camino.

Recorrí unos trescientos metros por el sendero amarillo de los alerces, con la antorcha en una mano y la espada en la otra, atento a cualquier eventualidad e intentando descifrar un sonido de la aparente mudez que brotaba de la espesura, siempre en dirección al corazón del bosque donde se cuenta están las estatuas que cobran vida cada cien años, pero que vuelven a petrificarse al cabo de siete días, cuando un sueño sobrenatural e insoportable me invadió y debí recostarme en el suelo, en donde permanecí dormido por algún tiempo.

En el sueño me sucedió lo siguiente:

 

Estaba yo en una ciudad desconocida; sus calles eran tan angostas que sólo podían ser atravesadas por una persona a la vez. Caminando a través de unos de los estrechos pasillos levanté los ojos: el retazo de cielo que se ofrecía era tormentoso y seguramente agitado en las alturas, sin embargo la lluvia aún no había comenzado a caer sobre mí. De pronto, oí el grito de un hombre, proveniente del interior de una de las casas amarillas que delimitaban el sendero empedrado. Me acerqué a la ventana y miré: en la sala había una niña dentro de un círculo de fuego; encima de ella un hombre, aparentemente dormido, levitaba en posición vertical y con la cabeza hacia abajo. Mientras observaba estupefacto la escena, la niña, de cabellos largos y rojos, de piel blanca salpicada infinitamente de lunares, moviendo suavemente la cabeza, me miró. Sus ojos, rojos anaranjados por el fuego que la cercaba, también parecían exhalar pequeñas llamaradas. Me dijo, con voz delicada:

—Entra a la casa.

Al ingresar, me desperté.

 

Abrí los ojos y lentamente me incorporé. Un círculo de fuego me rodeaba, su diámetro medía entre seis y siete metros. Me puse de pie. El círculo, en un acto maravilloso, comenzó a cerrarse sobre mí. Espantado intenté saltar las llamas, pero, por alguna extraña razón, no podía moverme. Estaba petrificado como las estatuas.

Y las llamas se cerraron sobre mí.

Cerré los ojos y recé.

Las llamas me alcanzaron, sentí el fuego sobre mi cuerpo, que ardía insoportablemente.

Abrí los ojos y recé.

Las llamas desaparecieron.

Recobré la capacidad de movimiento y me revisé: no tenía quemaduras ni rastro alguno del fuego sobre mí. Salvo una gota de sangre coagulada que se aferraba a la palma de mi mano izquierda. Pero esa sangre no era mía, pues no descubrí ninguna herida.

De pronto, oí, como en el sueño, el grito de un hombre. Un grito similar, provenía de lejos.

Corrí.

Llegué a la cabaña que antes había inspeccionado.

Me faltaba la espada.

—Entra a la casa —me dijo la voz de una niña.

Al ingresar, instantáneamente caí desmayado. Tuve un sueño y allí me sucedió lo siguiente:

 

Estaba yo en la cumbre de un monte a orillas del mar bajo una luna color sangre como el rojo, acostado y con el pecho descubierto, y junto a mí, arrodillado, un hombre muy viejo, de barba larga y blanca, de ojos más negros que la noche misma, cantaba el salmo sagrado que no puedo pronunciar pero que comienza con la letra B. De repente el anciano, con fuerza hercúlea, levantó la plataforma donde aún estaba recostado y, entre cantos ásperos, me arrojó al vacío y al mar.

En las aguas, criaturas bestiales con rostros de niña me despedazaron. Pero a mí no me dolía y seguía consciente toda la escena. En un momento, uno de los feroces peces con cabeza de niña devoró mis últimos restos. Recuerdo que, una vez adentro de la bestia, contemplé paisajes de praderas y cielos dorados como el oro. También vi una enorme masa de hielo en el horizonte.

—Entra a la casa —oí decir, mientras nuevamente me despertaba.

Las palabras eran pronunciadas por una niña más hermosa que cualquier mujer que haya visto y estaban dirigidas a un hombre en la ventana. Yo miraba todo invertidamente, levitando en el aire y cabeza abajo.

El hombre entró e instantáneamente cayó al suelo, dormido.

La niña, entornando su rostro hacia mí, me dijo:

—Entra a la casa.

Apenas dijo esto, me dormí, pero no tuve ningún sueño.

Al cabo de un tiempo, me desperté. Los cabellos me llegaban hasta la cintura y ahora ya no eran castaños sino furiosamente rojos, mi piel estaba manchada infinitamente de lunares. En el aire, levitando cabeza abajo, había un hombre igual a mí. Estaba durmiendo.

De pronto, oí una voz:

—Entra a la casa.

Ya no recuerdo si me dormí o me desperté.

La barba blanca me llegaba hasta el pecho, mi piel estaba envejecida. En lo alto, sostenía la pesada plataforma.

Casi involuntariamente pronuncié el salmo sagrado que comienza con la letra B y luego arrojé plataforma y niño al vacío y al mar y a las niñas feroces.

—Entra a la casa —dije ahora.

Me miré:

Y en la tierra, en el mar, sangre, en la palma de mi mano.

B...

Con ligeros movimientos de dioses y de héroes semidioses, en la tierra del norte que ha sido imaginada por los poetas, que tal vez sea un espejismo o una ilusión creada por el arte del dueño de las nubes, las bestias devoradoras, ejército bestial marino que espera la orden a menos que por fin

 

 

© Juan Diego Incardona

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