Con
ligeros movimientos en la plataforma circular donde el anciano enciende
el fogón sagrado del año nuevo a los niños
huérfanos del pueblo los elevan como trofeos a la gran luna
roja y ellos mismos abren los brazos y desnudan sus pechos debajo
de las estrellas santas y cantando oraciones ancestrales al ogro
de la primavera ofrecen sus pueriles cabezas al cuchillo largo cortador
de mil cabezas que en otro tiempo fue terror de la batalla cuando
la guerra de los hombres disfrazados de halcones se libró
para la memoria de los aedas que posteriormente cantaron una y otra
vez en infinitud de eventos y fiestas celebratorias de dioses y
de héroes semidioses.
Sangre
En
la tierra del norte que ha sido imaginada por los poetas pero que
nadie puede afirmar con seguridad haber visto con ojos negros salvo
los híbridos vivientes hijos de insectos gigantes y de mujeres
guerreras que conocen todas las islas de todos los mares y que profesan
el culto prohibido de las semillas venenosas que cuentan los aedas
que en realidad son huevos de un dios pájaro nacido de una
tormenta del pasado que exterminó cinco pueblos costeros
con eléctricas jabalinas del cielo proyectado como sombra
del otro cielo que todos creemos contemplar y que tal vez sea un
espejismo o una ilusión creada por el arte del dueño
de las nubes.
En
el mar
Las
bestias devoradoras que reinaron durante diez mil años y
que ahora están sometidas al poderoso guardián de
la isla de las columnas que sostienen al cielo atacarán a
las últimas tribus del pueblo rojo porque así está
escrito y aunque muchos niños huérfanos sean sacrificados
y todos canten canciones y hagan promesas igualmente las ciudades
arderán y hasta la última aldea será cenizas
y las cabezas humanas quedarán huérfanas de cuerpos
y serán juguetes del ejército bestial marino que espera
la orden a menos que por fin aparezca en este mundo la niña
capaz de soñar círculos de fuego.
Y
en la tierra
CUANDO
LA LUNA ERA LLENA Y SU COLOR ERA SANGRE COMO EL ROJO me aventuré
dentro del bosque con estatuas porque así me lo dictaron
en mis sueños. Luego de dos días y dos noches, una
mañana más oscura que la noche anterior al Principio,
me encontré frente a una vieja cabaña aparentemente
abandonada. Alumbré con mi antorcha la fachada y escudriñé
la mayor cantidad posible de detalles pero no descubrí nada
fuera de lo común. Golpeé la puerta de roble y aguardé
que alguien me recibiera. Pero mi espera, evento vano de este relato,
no tenía sentido, porque la casa obviamente estaba desierta,
sólo repleta de silencio.
Continué mi camino.
Recorrí unos trescientos metros por el sendero amarillo de
los alerces, con la antorcha en una mano y la espada en la otra,
atento a cualquier eventualidad e intentando descifrar un sonido
de la aparente mudez que brotaba de la espesura, siempre en dirección
al corazón del bosque donde se cuenta están las estatuas
que cobran vida cada cien años, pero que vuelven a petrificarse
al cabo de siete días, cuando un sueño sobrenatural
e insoportable me invadió y debí recostarme en el
suelo, en donde permanecí dormido por algún tiempo.
En el sueño me sucedió lo siguiente:
Estaba
yo en una ciudad desconocida; sus calles eran tan angostas que sólo
podían ser atravesadas por una persona a la vez. Caminando
a través de unos de los estrechos pasillos levanté
los ojos: el retazo de cielo que se ofrecía era tormentoso
y seguramente agitado en las alturas, sin embargo la lluvia aún
no había comenzado a caer sobre mí. De pronto, oí
el grito de un hombre, proveniente del interior de una de las casas
amarillas que delimitaban el sendero empedrado. Me acerqué
a la ventana y miré: en la sala había una niña
dentro de un círculo de fuego; encima de ella un hombre,
aparentemente dormido, levitaba en posición vertical y con
la cabeza hacia abajo. Mientras observaba estupefacto la escena,
la niña, de cabellos largos y rojos, de piel blanca salpicada
infinitamente de lunares, moviendo suavemente la cabeza, me miró.
Sus ojos, rojos anaranjados por el fuego que la cercaba, también
parecían exhalar pequeñas llamaradas. Me dijo, con
voz delicada:
Entra a la casa.
Al ingresar, me desperté.
Abrí
los ojos y lentamente me incorporé. Un círculo de
fuego me rodeaba, su diámetro medía entre seis y siete
metros. Me puse de pie. El círculo, en un acto maravilloso,
comenzó a cerrarse sobre mí. Espantado intenté
saltar las llamas, pero, por alguna extraña razón,
no podía moverme. Estaba petrificado como las estatuas.
Y las llamas se cerraron sobre mí.
Cerré
los ojos y recé.
Las
llamas me alcanzaron, sentí el fuego sobre mi cuerpo, que
ardía insoportablemente.
Abrí los ojos y recé.
Las llamas desaparecieron.
Recobré la capacidad de movimiento y me revisé: no
tenía quemaduras ni rastro alguno del fuego sobre mí.
Salvo una gota de sangre coagulada que se aferraba a la palma de
mi mano izquierda. Pero esa sangre no era mía, pues no descubrí
ninguna herida.
De
pronto, oí, como en el sueño, el grito de un hombre.
Un grito similar, provenía de lejos.
Corrí.
Llegué
a la cabaña que antes había inspeccionado.
Me faltaba la espada.
Entra
a la casa me dijo la voz de una niña.
Al ingresar, instantáneamente caí desmayado. Tuve
un sueño y allí me sucedió lo siguiente:
Estaba
yo en la cumbre de un monte a orillas del mar bajo una luna color
sangre como el rojo, acostado y con el pecho descubierto, y junto
a mí, arrodillado, un hombre muy viejo, de barba larga y
blanca, de ojos más negros que la noche misma, cantaba el
salmo sagrado que no puedo pronunciar pero que comienza con la letra
B. De repente el anciano, con fuerza hercúlea, levantó
la plataforma donde aún estaba recostado y, entre cantos
ásperos, me arrojó al vacío y al mar.
En
las aguas, criaturas bestiales con rostros de niña me despedazaron.
Pero a mí no me dolía y seguía consciente toda
la escena. En un momento, uno de los feroces peces con cabeza de
niña devoró mis últimos restos. Recuerdo que,
una vez adentro de la bestia, contemplé paisajes de praderas
y cielos dorados como el oro. También vi una enorme masa
de hielo en el horizonte.
Entra
a la casa oí decir, mientras nuevamente me despertaba.
Las palabras eran pronunciadas por una niña más hermosa
que cualquier mujer que haya visto y estaban dirigidas a un hombre
en la ventana. Yo miraba todo invertidamente, levitando en el aire
y cabeza abajo.
El hombre entró e instantáneamente cayó al
suelo, dormido.
La niña, entornando su rostro hacia mí, me dijo:
Entra a la casa.
Apenas dijo esto, me dormí, pero no tuve ningún sueño.
Al cabo de un tiempo, me desperté. Los cabellos me llegaban
hasta la cintura y ahora ya no eran castaños sino furiosamente
rojos, mi piel estaba manchada infinitamente de lunares. En el aire,
levitando cabeza abajo, había un hombre igual a mí.
Estaba durmiendo.
De pronto, oí una voz:
Entra a la casa.
Ya no recuerdo si me dormí o me desperté.
La
barba blanca me llegaba hasta el pecho, mi piel estaba envejecida.
En lo alto, sostenía la pesada plataforma.
Casi involuntariamente pronuncié el salmo sagrado que comienza
con la letra B y luego arrojé plataforma y niño al
vacío y al mar y a las niñas feroces.
Entra a la casa dije ahora.
Me miré:
Y en la tierra, en el mar, sangre, en la palma de mi mano.
B...
Con ligeros movimientos de dioses y de héroes semidioses,
en la tierra del norte que ha sido imaginada por los poetas, que
tal vez sea un espejismo o una ilusión creada por el arte
del dueño de las nubes, las bestias devoradoras, ejército
bestial marino que espera la orden a menos que por fin
©
Juan
Diego Incardona
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