Fatalidad
de los espejos
de la lluvia
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Afanosamente
llovía sobre los innumerables paraguas que poblaban las avenidas
y se abrían hacia el cielo gris, como un gesto desafiante.
El rítmico redoble de la lluvia trabajaba con paciencia las
aceras, las copas oscilantes de los árboles, el colapsado
tráfico, las solitarias chimeneas que habitan los tejados,
los verdes setos que flanquean la glorieta. Caía de costado
contra los ventanales de los pisos altos, tras los cuales podían
verse, espaciadamente, rostros confortados al sentirse inmunes al
caprichoso trajín de la naturaleza. Envolviendo la ciudad
en un húmedo abrazo ineludible, llovía aquella tarde
en que descubrí a Irene.
(Sí, porque más que un encuentro, fue un descubrimiento,
un abrir los ojos a una luz desconocida, casi un deslumbramiento.
Fue como si la multitud apresurada de pronto no existiera, como
si en toda la plaza no hubiera nadie más, nada más
que ella y las baldosas blanquinegras, brillantes a causa del agua
que corría vertiginosa sobre ellas, buscando los desagües;
ella abandonadamente sola, pequeña, majestuosa, improbable,
caminando sin prisa y sin paraguas bajo la furiosa calma del agua
que caía.)
Llevaba el pelo mojado; gruesas gotas de agua resbalaban por su
rostro, hermoso y acaso algo triste, uniéndose después
en la caída al torbellino de las otras gotas y estallando
con ellas al contacto del suelo, frío e inflexible, formando
una misteriosa melodía que se propagaba por el aire fresco
del atardecer urbano.
(Su pelo corto y empapado, sus ojos asombradamente abiertos y mirándome.
A mí, que tampoco llevaba paraguas; a mí, con el pelo
lánguidamente pegado a las sienes y a las orejas; a mí,
que al igual que ella, caminaba con calma dejándome llevar
por la irreprimible nostalgia de las tardes lluviosas; a mí
que la miraba con idéntico asombro.)
En una tarde tan oscura, tan llena de nubes, un paraguas parece
la más elemental de las precauciones. Pudo ser, entonces,
un alarde de indiferencia o de temeraria arrogancia lo que nos unió
bajo los porches de unos grandes almacenes. Nos miramos sin poder,
sin querer evitar la risa, sin esforzarnos en sofocar la carcajada
que nos provocó la visión de nuestro propio aspecto
de perritos mojados y vagabundos.
(Pero
era otra cosa, algo más trascendente, más
sutil; era un devorar de ojos, un tratar de disimular la
propia turbación, un disfrazar con risas aquello
que, indescifrable aún, ya nos estaba incendiando
por dentro)
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Después,
como un violento ataque de vergüenza, sobrevino el silencio.
Fue el momento de las miradas esquivas, de los gestos delatores
del naciente nerviosismo. Con impotente resignación, observamos
la multitud embozada que surcaba con impaciencia las aceras en dirección
a sus casas, a sus trabajos, a sus diversiones. Nuestra espera nos
brindó el deleite de la contemplación de esas escenas
que suceden todos los días y a las que, por desgracia, somos
casi siempre ajenos: La tarde que declinaba, las calles vaciándose,
las farolas llenándose de luz y alumbrando la imperturbable
cortina de agua que no cesaba, las puertas de los almacenes cerrándose,
la noche llegando con todas sus promesas y todas sus decepciones
y todas aquellas ventanas iluminadas allá arriba. Y aquí,
tan sólo nuestras sombras, conscientes de la inutilidad de
la espera (porque se adivinaba en el cielo cargado de nubarrones
la inutilidad de tan larga espera) y a pesar de todo
(pero
sabíamos el motivo, íntimamente lo sabíamos,
como se sabe de repente que alguien, al otro lado del mundo
o del tiempo, está llorando)
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prolongando nuestra estancia allí, como si algo impalpable
y certero nos retuviese bajo la protección de los ensombrecidos
porches. En un momento impreciso, nuestras bocas se abrieron simultáneamente
sin llegar a emitir sonido alguno, y fue otra vez la risa, el tibio
temblor de sentirse, por un instante, reflejo de otros actos. Después,
inesperadamente, nos besamos.
(no la besé, no me besó; fue un acercamiento mutuo,
una llamada paralela que juntó nuestras bocas, y nuestros
destinos, frente al sonido monótono de la lluvia golpeando
inquebrantable el asfalto por el que, a esa hora, no circulaba nadie)
Un
beso largo, cálido, desesperado; un hundirnos en
mares inesperados y abismos confortables; un despertar,
acaso. Sentí, como un desgarramiento, su lengua abandonando
mi boca, sus labios separándose de los míos,
sus ojos que me miraban con gratitud, con infinito cariño,
con incurable tristeza. Cuando quise hablar, su mano se
posó suavemente sobre mi boca. Luego, sólo
pude contemplarla mientras se alejaba bajo la lluvia sin
un adiós.
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En
días sucesivos, busqué con ansia su adorada figura
entre las multitudes. Frecuenté monstruosos hipermercados,
tranquilos parques, bulliciosos bares nocturnos, calles insoportablemente
transitadas y calles vacías. En vano fatigué librerías,
hoteles. Sin mayor fortuna, inspeccioné tiendas de paraguas,
perfumes o flores. A veces, creí adivinarla al fondo de atestados
corredores o en algún restaurante, tras las vidrieras.
Otras tardes lluviosas, tuve la dicha de compartir con ella improvisados
refugios, cálidos besos, interminables silencios de ojos
atrapados sin salida. Luego, solíamos caminar bajo la lluvia
sin preocuparnos de evitar los gruesos chorros de agua que se precipitaban
desde arriba, desde los desagües de los tejados, y se deshacían
en violentas embestidas contra el empedrado gris de las aceras.
Ibamos dejando atrás las calles sin nadie, las tiendas cerradas,
los bares repletos de gentes que charlaban y reían bulliciosamente
prolongando al máximo el retorno, el temido regreso a sus
casas, a los cotidianos problemas domésticos, a la incomparable
sensación del hogar-dulce-hogar.
La costumbre nos hacía caminar sin rumbo, acaso dando vueltas
a una plaza, o deslizándonos por callejas mal iluminadas
que desembocaban en avenidas infernales, que cruzábamos con
rapidez en busca del sosiego de las otras calles, menos concurridas,
más acordes con nuestro propio deambular enmudecido. No podría
decirse quién elegía los itinerarios. Era como si
el azar nos guiase a su antojo, para separarnos inequívocamente
en una esquina, al borde de un semáforo parpadeante o en
la puerta de alguna discoteca de moda.
Fue una de aquellas tardes cuando, no sin asombro, me fue deparado
el placer de escuchar la añorada melodía de su voz.
Frente a una pequeña puerta acristalada, clavó sus
negros ojos en los míos y, con mucha dulzura, con innegable
pasión y tal vez algo de miedo, dijo:
Aquí es donde vivo. Me gustaría que subieras.
(¿Habré de confesar que ese tan deseado sonido consiguió
turbarme? ¿Me atreveré a declarar que despertó
en mi alma fuegos que jamás ardieron antes de ese instante
y esa voz? ¿Diré, finalmente, que un maremoto de música
inundó mi mundo, sordo e indiferente hasta entonces?)
Y naturalmente, subí. Me maravilló el alegre apartamento
de aquella muchacha frágil que tanto me enternecía,
y cuya presencia tanto lograba pacificar mi atormentado espíritu.
Incoherente, anacrónicamente, osé pronunciar palabras,
intentando elogiar la decoración, mostrar mi fascinación
nacida de aquellos colores, de aquellos cuadros, de aquel silencio
cargado de melodías anunciadas. Pero fue su mano la que tomó
mis manos; fueron sus labios los que apagaron, elocuentes, las vacías
frases que comenzaban a formarse en mi boca herética, y volvieron
a sumirme en las profundidades de un cielo húmedo y dulce.
Sin embargo, nuestras ropas y nuestros cuerpos estaban mojados y
nos hacían sentir las punzadas del frío.
(frío
de soledad, frío de círculo de tiza alrededor,
frío de atardeceres sin nadie y sin esperanza de
nadie)
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Una ducha tibia, relajante; un ponche caliente, unas suaves caricias,
un desatar las antiguas ligaduras que nos aprisionaban al suelo
cotidiano de quienes vagan sin rumbo por las inclementes calles
de la vida, y supe que me quedaría allí, que no regresaría
más a la insufrible humedad de mi triste habitación.
Todos los fantasmas del pasado, toda la incomprensión, todas
las heridas, quedaban definitivamente atrás. Ahora, Irene
me abría las puertas de un nuevo sendero, tan diferente que
hasta los más íntimos recuerdos habían de ser
desterrados sin posibilidad alguna de regreso.
Asistí, casi con incredulidad, al nacimiento de nuestra propia
primavera, hecha de miradas cargadas de promesas, de caricias llenas
de ternura, plenas de suavidad y de cariño, de música.
Todo era mágico: el delicado gesto de desvestirnos con la
timidez del primer encuentro, el arduo descubrimiento de nuestros
cuerpos, como un juego, la incomparable languidez del primer beso
al abrigo de las sábanas, el pulso acelerándose lenta
e inexorablemente, el fuego desatado devorando labios, mejillas,
hombros, incandescentes curvas, maravillosos recodos de carne palpitante,
las manos recorriendo con avidez y algo de torpeza incontrolable
cada centímetro de piel, convirtiendo en hogueras nocturnas
nuestros cuerpos; cuerpos que se buscaban sin descanso entre mares
de sudor y ternura, cuerpos que se estrellaban y rendían,
cuerpos que se arracimaban sobre el blanco cuadrilátero sin
conceder la mínima tregua, cuerpos sedientos y entregados
cuya sed no pudo ser saciada.
(Y entonces lo supe; lo supe en la incomparable perfección
de sus besos, en el cálido contacto de sus labios, en el
dulcísimo aroma de su cuerpo tibio y frágil, en el
sabor excitante de su piel enardecida, en la cadencia melancólica
de la música que llenaba el ámbito de la acogedora
habitación; lo supe en el empapelado azul de las paredes,
en el pausado repiqueteo de la lluvia sobre el alféizar de
la ventana, en el llanto desconsolado que resonaba blandamente en
el piso superior. Con infinito pesar, lo supe, y ella también
debió intuirlo porque, de repente, nos miramos y en nuestros
ojos brillaban lágrimas gemelas, irreales afluentes de un
amor condenado por los dioses. Entonces nos abrazamos con fuerza.
Un llanto violento, convulsivo, azotó nuestros cuerpos hasta
que el cansancio se nos apoderó de la consciencia y nos condujo
hacia las vastas regiones del sueño, dejándonos en
la más completa indefensión frente al alba futura)
Después, los días se precipitaron en veloz carrusel.
Cada instante compartido lograba unirnos un poco más, al
tiempo que nos iba separando del resto del mundo. Cada noche, nuestros
cuerpos se buscaban con frenesí sin conseguir hallarse, como
si perteneciésemos a dimensiones diferentes, como si estuviésemos
tratando de amarnos a través de un cristal odioso e indestructible,
lo mismo que si una invisible barrera alejase brusca e irremediablemente
nuestros cuerpos ávidos de pasión, hambrientos de
placer, deseosos de dar y de recibir ese amor que crecía
desproporcionado en nuestro interior y que, a pesar de todo, no
llegaba nunca a consumarse de forma definitiva.
Pero todos estos desencuentros, en contra de lo esperado, nos acercaban
más y más, nos forjaban diferentes a esas otras personas
que pueden sonreír con satisfacción tras el vertiginoso
instante del orgasmo que les arrebata, nos otorgaban un doloroso
e indeseado privilegio que lograba unirnos de una forma brutal que
descartaba de antemano la idea de una separación que, acaso,
hubiese resultado aún más insoportable.
(Pero
todas aquellas flamígeras miradas de amor
todas las palabras susurradas
todas las caricias recibidas
las descontroladas lenguas deslizándose por la tibieza
de las pieles
y
entrelazándose, repentinamente vivas, en nuestras
bocas lujuriosas
la temerosa ejecución de otros juegos eróticos
de innecesaria
enumeración y doloroso recuerdo
las otras palabras, atroces e inútiles...)
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NADA.
Lo mismo que el saldo definitivo de una caja registradora estropeada.
Pero nos retenía la esclavitud a ese amor que se nos escapaba
por los ojos y en cada gesto de nuestras manos, que se desbordaba
en nuestra sangre (que alguna vez vergonzosamente derramamos) y
que nunca acababa de definirse, de concretarse en algo real, en
algo que pudiésemos llamar nuestro, en algo que poder recordar
años después, cuando sólo la soledad y el tedio
viniesen a ocupar los infinitos atardeceres de encierro en habitaciones
frías, silenciosas, insoportablemente luminosas y sin nadie.
(Curioso que fuese a llamarse Irene. Y que bonito nombre, pero ¡qué
cruel! Porque Ire y después ne. IRE, como un ofrecimiento,
como una caída voluntaria y vertiginosa en el tan deseado
torbellino de pasión, en el mágico caleidoscopio de
manos, labios y sonrisa uniéndose en extrañas figuras
y desatándose contra la tristeza de los atardeceres otoñales...
Y después NE, como una negación, como una falaz contradicción,
un inexplicable rechazo que consiguió herirnos con una intensidad
jamás presentida, Curioso también que yo (¡a
pesar de todo!) nunca me hubiese parado a pensarlo, a examinarlo
en esta forma dolorosa, acorde, en cierto modo, con la realidad,
con nuestra propia y cruda realidad de amantes sin esperanza y sin
posible consuelo)
Una noche lluviosa, abominable, nos separamos para siempre.
Tal vez fue la vida (porque encontramos en otros lugares, con otras
gentes, aquello que no habíamos podido hallar en nuestro
desmesurado y fallido amour fou) quien nos arrancó
(como se arrancan los pétalos de las flores, como se podan
los árboles, como se mata) de los únicos brazos capaces
de proporcionarnos un pequeño destello de felicidad, esos
mismos brazos en los que no nos fue permitido encontrar el placer.
Sí, fue la vida quien nos empujó por caminos distintos
e irreconciliables; por caminos que se fueron distanciando más
y más a medida que en nuestros corazones crecía intolerable
la nostalgia, y también la certeza implacable de que nada
merecería la pena en medio de esa soledad multiplicada de
las multitudes refugiadas en el ruido.
Hoy sé que acaso fue posible otro desenlace, pero entonces
éramos demasiado jóvenes, demasiado impacientes. Ahora
que el tiempo ha pasado y la insatisfacción se ha asentado
definitivamente en mi carne, tan sólo me resta la vaga esperanza
de que alguna tarde lluviosa, una de esas tardes lluviosas que aprovecho
para salir a pasear sin paraguas por las calles de la ciudad, ella
se pare frente a mí y me estreche entre sus brazos empapados,
me bese con sus labios húmedos y me conduzca de nuevo a su
casa (si es que aún existe, si alguna vez existió)
donde ambas nos debatiremos una vez más bajo la blancura
imperfecta de las sábanas, en busca de ese momento increíble
que sabemos no ha de llegar, y nos fundiremos en un solidario abrazo
de impotencia, de saladas y ardientes lágrimas, de amargo
sabor a derrota prevista de antemano, hasta que el sueño
venga de nuevo a liberarnos, a traernos de vuelta de ese mundo pretendidamente
real en el que cada una de nosotras es un reflejo difuminado de
la otra (hasta en el nombre, ¡cruel coincidencia! hasta en
el nombre) y en el que no podemos, en el que nunca podríamos
ser plenamente felices.
Tan sólo la esperanza, las preguntas sin respuesta, el obstinado
recuerdo del único amor; y acaso una sorda rabia que ya casi
ni siento, un despiadado rencor hacia los dioses de la lluvia inconsistente,
que me condujeron hasta Irene para arrebatármela luego como
un siniestro juego, como una burla sádica. Pero ya está
anocheciendo y mi marido no tardará en llegar. Como cada
tarde, debo secar estas lágrimas, estas saladas lágrimas
que cualquier día van a ahogarme, y preparar la cena; una
sopa caliente, unas tortillas, un soportar abrazos, caricias y besos
no deseados, una fatigada entrega, el sueño llegando poco
a poco...
©
Sergio
Borao Llop
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