Sumario 21

 

Betuel
Bonilla
Rojas

 

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La
Treinta y siete

Este relato pertenece al libro
Pasajeros de la memoria

 

 

¿Acaso es vivir llevar la vida cotidiana?.

Guy de Maupassant

 

Cuando el gordo llegó al barrio tendría seis o siete años y aún no poseía ese tamaño descomunal que lo caracterizaría tiempo después y que espantaría a todos, especialmente a las mujeres. Era un niño normal, tal vez un poco delgado para la edad que parecía tener. La cuadra en pleno lo recibió indiferente, como se recibe a un visitante más en un lugar acostumbrado a ser utilizado como escampadero fugaz de inestables arrendatarios. Por ese entonces la Treinta y siete estaba protegida bajo su condición de anónima, era tan sólo una calle perdida entre las muchas que conformaban el barrio Cándido Leguízamo de los años setenta. Existía sí el aeropuerto, y frente a él nuestra cuadra —así la llamábamos todos— se desplegaba lenta e interminable como el ritmo de la ciudad.

El renombre de la calle vendría después. Algunas circunstancias surgidas de improviso la convertirían en una magna institución dotada de vida propia y de prestigio. En adelante sería señalada como la Treinta y siete, como si se hablara de la avenida Tenerife, la Circunvalar o la Pastrana, sólo que en ella el nombre no había sido propuesto por los políticos de turno, sino que había brotado como manifestación de la vitalidad de sus habitantes.

Pudiera haber sido una relación de causa-efecto. También pudiera haber existido una extraña coincidencia en los repentinos aumentos: el del peso del gordo y el de la popularidad de la cuadra. El caso fue que la sorpresiva obesidad que Marcos —así se llamaba el gordo— fue adquiriendo, resultó contemporánea con el resonante status de la cuadra como un lugar de placer y en el que el movimiento de sus moradores desafiaba la modorra y parsimonia del resto de la ciudad.

El gordo llegó sin aspavientos, incluido dentro de un trasteo oscuro y rutinario como los que a diario transitaban por la ciudad. El viejo camión en el que venía pasó con lentitud frente a nosotros, que estábamos sentados en el andén, y se detuvo junto a la casa deshabitada. El descargue de los bártulos fue agónico y sin prisa. Pausadamente vimos descender una nevera repleta de peladuras, una cocineta herrumbrosa de dos puestos, un televisor en blanco y negro de catorce pulgadas y una antigua jaula con una lora desplumada y aterrorizada. Por último bajaron unas cajas y su descenso fue guiado en persona por el que parecía ser el jefe de la familia. Las entraron con más cuidado que todo lo demás, sin susurrar, sin respirar, como si en su interior reposaran recuerdos sagrados e imperturbables, como si lo que trasladaran fueran fragmentos de los frescos de Giotto conservados desde el Trecento y el Cuattrocento e importados directamente desde Florencia.

La bienvenida que les deparamos fue poco cordial, acostumbrados a no encontrar motivos de alegría con la llegada de nuevos vecinos. Con el gordo arribó su padre, un hombre de unos cuarenta años y con modales huraños; su madre, que parecía tener la misma edad de su esposo, pero que se fue llenando de canas tan pronto como llegaron; y su hermano, un chico retraído, menor que el gordo y que jamás se impregnó del particular ambiente de la Treinta y siete. Todo eso lo supimos después, cuando la frialdad de aquel primer día desapareció y tuvo lugar una franca y duradera amistad, sobre todo con el gordo.

Durante los años siguientes nadie notó atributos especiales en Marcos. Nadie se percató del proceso de paulatino abultamiento abdominal que fue experimentando, ni del atractivo que la cuadra empezó a tener para muchachos de otros sectores. Todos lo conocíamos como un chico afable, generoso y con una sonrisa permanente como si le resultara imposible deshacerse de ella. Se involucraba en casi todas las pilatunas infantiles y juveniles y lo único diferente era su gusto musical. Por las tardes, a eso de las cuatro, se retiraba para su casa en un ritual que no aceptaba distracciones ni sobornos y se sentaba sobre la alfombra de la sala a dejar pasar unos sonidos melancólicos e infinitos, pero que él atendía con enorme delectación. Siempre lo hacía solo, sentado con las piernas cruzadas como un Buda y mirando de frente hacia una pintura que había comprado su padre después de la llegada al barrio. El decía que para su padre ese desproporcionado gordo de la pintura era su máximo orgullo, detrás de la música, por supuesto.

A los cinco años de su llegada pudimos conocer el interior de su casa por una invitación hecha por él mismo. Sin poder ocultar el nerviosismo que suscita entrar a un mundo desconocido y misterioso acudimos puntuales a su cita. El gordo nos recibió como a viejos amigos y nos reveló poco a poco los secretos de su familia, ninguno tan impactante como habíamos previsto. En realidad, exceptuando el comportamiento hosco de su padre, la familia era como cualquiera otra del barrio. Al finalizar la tarde, y como presagiando la llegada del jefe del hogar, el gordo nos invitó a la sala a mirar de cerca el orgullo de su padre y el suyo. De esa forma pudimos saber que aquellas cajas sólo contenían discos y más discos, platos de cuarenta y cinco revoluciones por minuto que el gordo fue sacando de las cajas pulcramente selladas, en un procedimiento prolongado y angustiante, como el que se produce al ver a un mago extrayendo manadas de conejos blancos de un copetudo sombrero negro en un artilugio de nunca acabar. Como despedida, el gordo nos sometió al tortuoso ejercicio que tanto agrado le producía. Sentados en un círculo, imitando a los del Ku Klux Klan, nos vimos obligados, al menos por nuestra imprudencia de haber entrado allí, a escuchar unos sonidos inentendibles, con altibajos desconcertantes de volumen y con melodías muy parecidas entre sí. El gordo nos miraba con esa sonrisa dibujada, indescifrable, porque no sabíamos si era por su felicidad o por nuestro tedio. " Es música clásica, muchachos ", nos dijo. Luego nos acompañó hasta la puerta y regresó a su puesto habitual en la alfombra.

Con los años nos habituamos del todo a su presencia. La casa los entusiasmó y pronto pasaron de simples huéspedes ocasionales a respetados propietarios. Entonces supimos que ya no se irían, que el gordo, sus padres y su hermano, pertenecían al selecto y reducido número de dueños de casa, lo cual los elevaba por encima del promedio de los habitantes del barrio, y les confería mayor importancia en las decisiones trascendentales y decisivas que sobre la cuadra se tomaban. Se volvió común ver pasar al gordo a la tienda, al mercado, a la misa de los domingos, y verlo participar en los dos juegos predilectos de los muchachos entre diez y quince años: el fútbol y el escondite americano. Realmente en esos juegos fue que nos percatamos de lo gordo que estaba Marcos y de la enorme ventaja que su abdomen le llevaba al resto del cuerpo.

El fútbol era un deporte que despertaba gran interés en él; quizás por su ya notorio tamaño escogía el papel de portero como suyo. Pero lo que sin lugar a dudas le producía más pasión era jugar al escondite americano. Saltaba cada vez que lo anunciábamos y era el primero en enumerarse para el sorteo. Cuando le correspondía la búsqueda a él se desempeñaba como un detective sagaz ávido de su presa. Al encontrarla, brincaba sobre ella y le profería besos y apretujones muy superiores en fuerza y tiempo a los nuestros. En ocasiones debíamos socorrer a las chicas, pues ellas afirmaban que el gordo traspasaba los límites impuestos al juego, y que lejos de rozar sus labios, las obligaba a abrirlos mientras intentaba introducir su lengua hasta los confines de sus almas. Si el juego funcionaba a la inversa el gordo, según testimonios de las chicas, no se escondía sino que asomaba su cabeza y su abdomen para ser descubierto rápidamente. Corría entonces al encuentro de su afortunada indiscreta y sin darle tiempo a la defensa era él quien la besaba y abrazaba hasta que ella emitía la voz de auxilio. También en esos casos teníamos que correr a separársela.

Él continuó con el ceremonial de música en su casa a la cual nunca volvimos a entrar del todo. De vez en cuando vencía su pudor y nos mencionaba a unos señores con nombres raros que, según su padre, eran los compositores e intérpretes de esa cosa exótica que él llamaba música clásica. No era extraño al cruzar por su casa verlo sentado, como en trance, ensimismado y ausente del bullicio que producían los aviones al aterrizar y despegar. Se quedaba quieto, rígido, pero sin apagar un solo minuto su perseverante sonrisa. Era otro en esos instantes. Muy diferente del gordo libidinoso y disimulado que aprovechaba los juegos con las chicas para manifestarles su gran fervor. El gordo Marcos siguió adorándolas mientras ellas se fueron retirando una a una de los juegos de la cuadra. Luego confesarían que el motivo principal fueron los abrazos y besos apasionados del gordo y su sonrisa descarada de satisfacción cada vez que las descubría. Él nunca lo supo. Ni una sola tarde faltó al sitio de reunión habitual. Tal vez sospecharía algo al notar que los besos furtivos se sucedían ahora en las esquinas, sin que mediara escondite alguno, y que en los parajes más recónditos del barrio era frecuente encontrar a los otrora jugadores entregados a besos y caricias que nada tenían de ingenuos y breves. Jamás hizo comentario alguno al respecto ni cambió de actitud con ninguno de nosotros.

Por esa misma época se empezaron a sentir en todos nosotros, hombres y mujeres, los cambios fisiológicos propios de la edad. El timbre de las voces fue adquiriendo un carácter grave y ronco en los varones. Sólo Marcos no evidenció variante alguna. Su voz siguió siendo meliflua y virginal. Por el contrario, como en una especie de compensación natural, su gordura se hizo entonces acelerada e irreversible. Por todos lados se hablaba de un gordo que vivía en la Treinta y siete y que pese a su juventud aventajaba en peso a reconocidos gurúes de la obesidad.

A pesar de las profundas diferencias corporales con nosotros, el gordo no alteró su disposición a la amistad. Marginado por razones obvias de las nuevas andanzas de los muchachos de la cuadra, se convirtió en el vocero oficial de los del grupo. De manera generosa repartía a diario amorosos recados de los que habían sido sus compañeros y compañeras de juego. Entre escuchar música clásica y transmitir mensajes de amor se la pasaba. Las chicas lo esperaban en las esquinas, saltando y frotándose las manos cuando lo veían llegar, y lo recibían a más de un metro de distancia al recordar sus impulsivas hazañas de la niñez. Su voz dulce y candorosa servía de coartada perfecta para engatusar a los confiados padres de las muchachas.

Y él siguió aumentando de tamaño. Su apariencia bonachona y su trato cortés y lejano con las chicas le confirió el sospechoso y favorable rótulo de honesto y respetuoso. Más adelante pasaría de emisario a edecán. Para él, era todo un acontecimiento que cualquiera de nosotros solicitara su impecable servicio puerta a puerta con las chicas. Las sacaba de sus casas bajo el inquebrantable juramento de la castidad y nos las entregaba a la vuelta de la esquina para recogerlas una vez terminaba su sesión final de aficionado a la música rara. Cuando entregaba a una de ellas decía: "buena suerte", sonreía y se iba por otra. Un perfecto Celestino en versión moderna.

De esta forma el gordo se convirtió en el ser más famoso de la cuadra y en uno de los más populares de la ciudad. Sobre su voz angelical corrían los más insólitos comentarios. En los corrillos de adolescentes era usual oír hablar de un cruel y antiguo sacrificio, griego o latino, en el cual un niño era castrado desde temprana edad para favorecer su incursión en el canto lírico y reemplazar a las voces femeninas, pues las mujeres tenían vedada su participación en los actos musicales. Esta historia la había leído uno de los muchachos en un viejo libro y la homologó inmediatamente con la del gordo. Nada había de extraño, con un padre tan raro, severo y amante de la música clásica y de los cuadros de gordos con aspectos andróginos. Pero el gordo no cantaba, sólo escuchaba. No obstante, tomábamos las precauciones necesarias para evitar al padre del gordo porque, verdad o no, su perfil era el del auténtico villano que negaba a su hijo la posibilidad de hacerse hombre para satisfacer sus propias manías. Él salía a las seis de la mañana y regresaba a las seis de la tarde, saludaba inclinando la cabeza, como en un compromiso tácito e hipócrita entre los vecinos, y se encerraba a escuchar sus aullidos y estentores predilectos. A las nueve —siempre era a la misma hora— se levantaba y gritaba con su voz potente y temeraria: "Marcos, a dormir". El gordo parecía despertar de un prolongado letargo y corría despavorido para su casa.

De su inagotable gordura se decía que tenía que ver con la misma causa. Su condición de eunuco lo tornaba impedido para el disfrute sexual a plenitud y estaba condenado a repetir el destino de muchos animales castrados para un fin específico: engordar hasta la saciedad y hasta su muerte. Quizás por eso —comentábamos todos— el gordo se consolaba y estimulaba con esos irrespetuosos besos que salía a hurtar a las chicas en los hasta entonces inocentes juegos infantiles. Estas anécdotas pintorescas desbordaban los límites del barrio, y cuando la gente se refería a la Treinta y siete se recordaba que era allí donde vivía el gordo, la misma cuadra en la que los jóvenes atentaban contra los convencionalismos y las buenas costumbres y se besuqueaban y revolcaban en el pasto que crecía gigante frente a la pista de aterrizaje. El gordo jamás abandonó su afición por la música clásica ni su inclinación a sonreír a cualquier hora. Con los años, su prominente figura serviría para confirmar la controvertida tesis de Oscar Wilde, según la cual es la vida la que termina imitando al arte y no al contrario. Día tras día el gordo fue tomando el aspecto de la pintura de la sala, a la que contemplaba en las noches con concentración de Lama.

El gordo no confirmó ni negó las diversas historias que sobre su vida se contaban. Sonreía cuando las escuchaba a alguno de nosotros pero no era un suceso verlo a él asumir tal posición. Dejó atrás la adolescencia con esa desagradable incógnita sobre su cabeza cuestionando su voz y su volumen, pero sin que a él pareciera preocuparle mucho lo uno o lo otro.

Hasta que el último de nosotros abandonó la cuadra para casarse o irse a estudiar a otra ciudad, el gordo siguió con su agradable sonrisa y su voluntaria disposición al servicio puerta a puerta, así ya nadie lo requiriera. De las chicas que el gordo besó, apretó y escoltó en otra época, no quedaba ya ninguna en la Treinta y siete. No se supo que él volviera a besar a mujer alguna, pese a nuestras reiteradas averiguaciones y nuestro estrecho asedio. Tampoco lo oímos cantar, ni siquiera cuando acudíamos intrigados a su casa e irrumpíamos intempestivamente con cualquier pretexto, para regresar desilusionados. Sólo nos encontrábamos al gordo sentado, con las piernas cruzadas, como ocultando algo, a su música, a la abominable figura regordeta del cuadro y a su sonrisa, que parecía estar en los diferentes rincones de la estancia.

La Treinta y siete ya no es la cuadra que fue por ese entonces. El aeropuerto continúa allí, ahora enmallado para evitar los desafueros amorosos de las parejas. También está la misma hilera de casas que conforman una calle interminable y desolada. Los amigos de la infancia y la adolescencia llegan hasta allí de vez en cuando a saludar parientes que pertenecen a otra generación, no a la nuestra. De las chicas poco se sabe. El único que permanece en la cuadra es el gordo, sentado en la sala a eso de las seis de la tarde, con un abdomen que ya ha superado varias veces al del cuadro. Serio y callado mientras escucha sus sonidos eternos, pero atento siempre a sonreír cuando nos ve asomados a su puerta y nos despide agitándonos la mano y diciéndonos: "adiós, muchachos, buena suerte ". Su voz tampoco ha cambiado.

 

© Betuel Bonilla Rojas

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