La
Treinta y siete
Este
relato pertenece al libro
Pasajeros
de la memoria
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¿Acaso es vivir llevar la vida cotidiana?.
Guy
de Maupassant
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Cuando
el gordo llegó al barrio tendría seis o siete
años y aún no poseía ese tamaño descomunal
que lo caracterizaría tiempo después y que espantaría
a todos, especialmente a las mujeres. Era un niño normal,
tal vez un poco delgado para la edad que parecía tener. La
cuadra en pleno lo recibió indiferente, como se recibe a
un visitante más en un lugar acostumbrado a ser utilizado
como escampadero fugaz de inestables arrendatarios. Por ese entonces
la Treinta y siete estaba protegida bajo su condición
de anónima, era tan sólo una calle perdida entre las
muchas que conformaban el barrio Cándido Leguízamo
de los años setenta. Existía sí el aeropuerto,
y frente a él nuestra cuadra así la llamábamos
todos se desplegaba lenta e interminable como el ritmo de
la ciudad.
El
renombre de la calle vendría después. Algunas circunstancias
surgidas de improviso la convertirían en una magna institución
dotada de vida propia y de prestigio. En adelante sería señalada
como la Treinta y siete, como si se hablara de la avenida
Tenerife, la Circunvalar o la Pastrana, sólo
que en ella el nombre no había sido propuesto por los políticos
de turno, sino que había brotado como manifestación
de la vitalidad de sus habitantes.
Pudiera haber sido una relación de causa-efecto. También
pudiera haber existido una extraña coincidencia en los repentinos
aumentos: el del peso del gordo y el de la popularidad de
la cuadra. El caso fue que la sorpresiva obesidad que Marcos así
se llamaba el gordo fue adquiriendo, resultó
contemporánea con el resonante status de la cuadra como un
lugar de placer y en el que el movimiento de sus moradores desafiaba
la modorra y parsimonia del resto de la ciudad.
El gordo llegó sin aspavientos, incluido dentro de
un trasteo oscuro y rutinario como los que a diario transitaban
por la ciudad. El viejo camión en el que venía pasó
con lentitud frente a nosotros, que estábamos sentados en
el andén, y se detuvo junto a la casa deshabitada. El descargue
de los bártulos fue agónico y sin prisa. Pausadamente
vimos descender una nevera repleta de peladuras, una cocineta herrumbrosa
de dos puestos, un televisor en blanco y negro de catorce pulgadas
y una antigua jaula con una lora desplumada y aterrorizada. Por
último bajaron unas cajas y su descenso fue guiado en persona
por el que parecía ser el jefe de la familia. Las entraron
con más cuidado que todo lo demás, sin susurrar, sin
respirar, como si en su interior reposaran recuerdos sagrados e
imperturbables, como si lo que trasladaran fueran fragmentos de
los frescos de Giotto conservados desde el Trecento y el
Cuattrocento e importados directamente desde Florencia.
La bienvenida que les deparamos fue poco cordial, acostumbrados
a no encontrar motivos de alegría con la llegada de nuevos
vecinos. Con el gordo arribó su padre, un hombre de
unos cuarenta años y con modales huraños; su madre,
que parecía tener la misma edad de su esposo, pero que se
fue llenando de canas tan pronto como llegaron; y su hermano, un
chico retraído, menor que el gordo y que jamás
se impregnó del particular ambiente de la Treinta y siete.
Todo eso lo supimos después, cuando la frialdad de aquel
primer día desapareció y tuvo lugar una franca y duradera
amistad, sobre todo con el gordo.
Durante los años siguientes nadie notó atributos especiales
en Marcos. Nadie se percató del proceso de paulatino abultamiento
abdominal que fue experimentando, ni del atractivo que la cuadra
empezó a tener para muchachos de otros sectores. Todos lo
conocíamos como un chico afable, generoso y con una sonrisa
permanente como si le resultara imposible deshacerse de ella. Se
involucraba en casi todas las pilatunas infantiles y juveniles y
lo único diferente era su gusto musical. Por las tardes,
a eso de las cuatro, se retiraba para su casa en un ritual que no
aceptaba distracciones ni sobornos y se sentaba sobre la alfombra
de la sala a dejar pasar unos sonidos melancólicos e infinitos,
pero que él atendía con enorme delectación.
Siempre lo hacía solo, sentado con las piernas cruzadas como
un Buda y mirando de frente hacia una pintura que había comprado
su padre después de la llegada al barrio. El decía
que para su padre ese desproporcionado gordo de la pintura
era su máximo orgullo, detrás de la música,
por supuesto.
A los cinco años de su llegada pudimos conocer el interior
de su casa por una invitación hecha por él mismo.
Sin poder ocultar el nerviosismo que suscita entrar a un mundo desconocido
y misterioso acudimos puntuales a su cita. El gordo nos recibió
como a viejos amigos y nos reveló poco a poco los secretos
de su familia, ninguno tan impactante como habíamos previsto.
En realidad, exceptuando el comportamiento hosco de su padre, la
familia era como cualquiera otra del barrio. Al finalizar la tarde,
y como presagiando la llegada del jefe del hogar, el gordo
nos invitó a la sala a mirar de cerca el orgullo de su padre
y el suyo. De esa forma pudimos saber que aquellas cajas sólo
contenían discos y más discos, platos de cuarenta
y cinco revoluciones por minuto que el gordo fue sacando
de las cajas pulcramente selladas, en un procedimiento prolongado
y angustiante, como el que se produce al ver a un mago extrayendo
manadas de conejos blancos de un copetudo sombrero negro en un artilugio
de nunca acabar. Como despedida, el gordo nos sometió
al tortuoso ejercicio que tanto agrado le producía. Sentados
en un círculo, imitando a los del Ku Klux Klan, nos vimos
obligados, al menos por nuestra imprudencia de haber entrado allí,
a escuchar unos sonidos inentendibles, con altibajos desconcertantes
de volumen y con melodías muy parecidas entre sí.
El gordo nos miraba con esa sonrisa dibujada, indescifrable,
porque no sabíamos si era por su felicidad o por nuestro
tedio. " Es música clásica, muchachos ",
nos dijo. Luego nos acompañó hasta la puerta y regresó
a su puesto habitual en la alfombra.
Con los años nos habituamos del todo a su presencia. La casa
los entusiasmó y pronto pasaron de simples huéspedes
ocasionales a respetados propietarios. Entonces supimos que ya no
se irían, que el gordo, sus padres y su hermano, pertenecían
al selecto y reducido número de dueños de casa, lo
cual los elevaba por encima del promedio de los habitantes del barrio,
y les confería mayor importancia en las decisiones trascendentales
y decisivas que sobre la cuadra se tomaban. Se volvió común
ver pasar al gordo a la tienda, al mercado, a la misa de
los domingos, y verlo participar en los dos juegos predilectos de
los muchachos entre diez y quince años: el fútbol
y el escondite americano. Realmente en esos juegos fue que nos percatamos
de lo gordo que estaba Marcos y de la enorme ventaja que
su abdomen le llevaba al resto del cuerpo.
El fútbol era un deporte que despertaba gran interés
en él; quizás por su ya notorio tamaño escogía
el papel de portero como suyo. Pero lo que sin lugar a dudas le
producía más pasión era jugar al escondite
americano. Saltaba cada vez que lo anunciábamos y era el
primero en enumerarse para el sorteo. Cuando le correspondía
la búsqueda a él se desempeñaba como un detective
sagaz ávido de su presa. Al encontrarla, brincaba sobre ella
y le profería besos y apretujones muy superiores en fuerza
y tiempo a los nuestros. En ocasiones debíamos socorrer a
las chicas, pues ellas afirmaban que el gordo traspasaba
los límites impuestos al juego, y que lejos de rozar sus
labios, las obligaba a abrirlos mientras intentaba introducir su
lengua hasta los confines de sus almas. Si el juego funcionaba a
la inversa el gordo, según testimonios de las chicas,
no se escondía sino que asomaba su cabeza y su abdomen para
ser descubierto rápidamente. Corría entonces al encuentro
de su afortunada indiscreta y sin darle tiempo a la defensa era
él quien la besaba y abrazaba hasta que ella emitía
la voz de auxilio. También en esos casos teníamos
que correr a separársela.
Él
continuó con el ceremonial de música en su casa a
la cual nunca volvimos a entrar del todo. De vez en cuando vencía
su pudor y nos mencionaba a unos señores con nombres raros
que, según su padre, eran los compositores e intérpretes
de esa cosa exótica que él llamaba música clásica.
No era extraño al cruzar por su casa verlo sentado, como
en trance, ensimismado y ausente del bullicio que producían
los aviones al aterrizar y despegar. Se quedaba quieto, rígido,
pero sin apagar un solo minuto su perseverante sonrisa. Era otro
en esos instantes. Muy diferente del gordo libidinoso y disimulado
que aprovechaba los juegos con las chicas para manifestarles su
gran fervor. El gordo Marcos siguió adorándolas
mientras ellas se fueron retirando una a una de los juegos de la
cuadra. Luego confesarían que el motivo principal fueron
los abrazos y besos apasionados del gordo y su sonrisa descarada
de satisfacción cada vez que las descubría. Él
nunca lo supo. Ni una sola tarde faltó al sitio de reunión
habitual. Tal vez sospecharía algo al notar que los besos
furtivos se sucedían ahora en las esquinas, sin que mediara
escondite alguno, y que en los parajes más recónditos
del barrio era frecuente encontrar a los otrora jugadores entregados
a besos y caricias que nada tenían de ingenuos y breves.
Jamás hizo comentario alguno al respecto ni cambió
de actitud con ninguno de nosotros.
Por esa misma época se empezaron a sentir en todos nosotros,
hombres y mujeres, los cambios fisiológicos propios de la
edad. El timbre de las voces fue adquiriendo un carácter
grave y ronco en los varones. Sólo Marcos no evidenció
variante alguna. Su voz siguió siendo meliflua y virginal.
Por el contrario, como en una especie de compensación natural,
su gordura se hizo entonces acelerada e irreversible. Por todos
lados se hablaba de un gordo que vivía en la Treinta
y siete y que pese a su juventud aventajaba en peso a reconocidos
gurúes de la obesidad.
A pesar de las profundas diferencias corporales con nosotros, el
gordo no alteró su disposición a la amistad.
Marginado por razones obvias de las nuevas andanzas de los muchachos
de la cuadra, se convirtió en el vocero oficial de los del
grupo. De manera generosa repartía a diario amorosos recados
de los que habían sido sus compañeros y compañeras
de juego. Entre escuchar música clásica y transmitir
mensajes de amor se la pasaba. Las chicas lo esperaban en las esquinas,
saltando y frotándose las manos cuando lo veían llegar,
y lo recibían a más de un metro de distancia al recordar
sus impulsivas hazañas de la niñez. Su voz dulce y
candorosa servía de coartada perfecta para engatusar a los
confiados padres de las muchachas.
Y él siguió aumentando de tamaño. Su apariencia
bonachona y su trato cortés y lejano con las chicas le confirió
el sospechoso y favorable rótulo de honesto y respetuoso.
Más adelante pasaría de emisario a edecán.
Para él, era todo un acontecimiento que cualquiera de nosotros
solicitara su impecable servicio puerta a puerta con las
chicas. Las sacaba de sus casas bajo el inquebrantable juramento
de la castidad y nos las entregaba a la vuelta de la esquina para
recogerlas una vez terminaba su sesión final de aficionado
a la música rara. Cuando entregaba a una de ellas decía:
"buena suerte", sonreía y se iba por otra. Un perfecto
Celestino en versión moderna.
De esta forma el gordo se convirtió en el ser más
famoso de la cuadra y en uno de los más populares de la ciudad.
Sobre su voz angelical corrían los más insólitos
comentarios. En los corrillos de adolescentes era usual oír
hablar de un cruel y antiguo sacrificio, griego o latino, en el
cual un niño era castrado desde temprana edad para favorecer
su incursión en el canto lírico y reemplazar a las
voces femeninas, pues las mujeres tenían vedada su participación
en los actos musicales. Esta historia la había leído
uno de los muchachos en un viejo libro y la homologó inmediatamente
con la del gordo. Nada había de extraño, con
un padre tan raro, severo y amante de la música clásica
y de los cuadros de gordos con aspectos andróginos.
Pero el gordo no cantaba, sólo escuchaba. No obstante,
tomábamos las precauciones necesarias para evitar al padre
del gordo porque, verdad o no, su perfil era el del auténtico
villano que negaba a su hijo la posibilidad de hacerse hombre para
satisfacer sus propias manías. Él salía a las
seis de la mañana y regresaba a las seis de la tarde, saludaba
inclinando la cabeza, como en un compromiso tácito e hipócrita
entre los vecinos, y se encerraba a escuchar sus aullidos y estentores
predilectos. A las nueve siempre era a la misma hora
se levantaba y gritaba con su voz potente y temeraria: "Marcos,
a dormir". El gordo parecía despertar de un prolongado
letargo y corría despavorido para su casa.
De su inagotable gordura se decía que tenía que ver
con la misma causa. Su condición de eunuco lo tornaba impedido
para el disfrute sexual a plenitud y estaba condenado a repetir
el destino de muchos animales castrados para un fin específico:
engordar hasta la saciedad y hasta su muerte. Quizás por
eso comentábamos todos el gordo se consolaba
y estimulaba con esos irrespetuosos besos que salía a hurtar
a las chicas en los hasta entonces inocentes juegos infantiles.
Estas anécdotas pintorescas desbordaban los límites
del barrio, y cuando la gente se refería a la Treinta
y siete se recordaba que era allí donde vivía
el gordo, la misma cuadra en la que los jóvenes atentaban
contra los convencionalismos y las buenas costumbres y se besuqueaban
y revolcaban en el pasto que crecía gigante frente a la pista
de aterrizaje. El gordo jamás abandonó su afición
por la música clásica ni su inclinación a sonreír
a cualquier hora. Con los años, su prominente figura serviría
para confirmar la controvertida tesis de Oscar Wilde, según
la cual es la vida la que termina imitando al arte y no al contrario.
Día tras día el gordo fue tomando el aspecto
de la pintura de la sala, a la que contemplaba en las noches con
concentración de Lama.
El gordo no confirmó ni negó las diversas historias
que sobre su vida se contaban. Sonreía cuando las escuchaba
a alguno de nosotros pero no era un suceso verlo a él asumir
tal posición. Dejó atrás la adolescencia con
esa desagradable incógnita sobre su cabeza cuestionando su
voz y su volumen, pero sin que a él pareciera preocuparle
mucho lo uno o lo otro.
Hasta que el último de nosotros abandonó la cuadra
para casarse o irse a estudiar a otra ciudad, el gordo siguió
con su agradable sonrisa y su voluntaria disposición al servicio
puerta a puerta, así ya nadie lo requiriera. De las
chicas que el gordo besó, apretó y escoltó
en otra época, no quedaba ya ninguna en la Treinta y siete.
No se supo que él volviera a besar a mujer alguna, pese a
nuestras reiteradas averiguaciones y nuestro estrecho asedio. Tampoco
lo oímos cantar, ni siquiera cuando acudíamos intrigados
a su casa e irrumpíamos intempestivamente con cualquier pretexto,
para regresar desilusionados. Sólo nos encontrábamos
al gordo sentado, con las piernas cruzadas, como ocultando
algo, a su música, a la abominable figura regordeta del cuadro
y a su sonrisa, que parecía estar en los diferentes rincones
de la estancia.
La Treinta y siete ya no es la cuadra que fue por ese entonces.
El aeropuerto continúa allí, ahora enmallado para
evitar los desafueros amorosos de las parejas. También está
la misma hilera de casas que conforman una calle interminable y
desolada. Los amigos de la infancia y la adolescencia llegan hasta
allí de vez en cuando a saludar parientes que pertenecen
a otra generación, no a la nuestra. De las chicas poco se
sabe. El único que permanece en la cuadra es el gordo,
sentado en la sala a eso de las seis de la tarde, con un abdomen
que ya ha superado varias veces al del cuadro. Serio y callado mientras
escucha sus sonidos eternos, pero atento siempre a sonreír
cuando nos ve asomados a su puerta y nos despide agitándonos
la mano y diciéndonos: "adiós, muchachos, buena
suerte ". Su voz tampoco ha cambiado.
©
Betuel
Bonilla Rojas
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