Al
principio parecía una broma. Decían que unos hombres
te persiguen. Que llevan uniformes y a veces armas. Pero cómo
va a ser eso cierto. Qué he hecho yo para merecerlo. Que
saben tu nombre y todos tus pecados y te quieren castigar. Que pagues
errores y deslices. Que unos hombres de uniforme y armados corren
hacia ti con intenciones violentas. De golpearte y hacer que caigas
y que grites. Una broma triste y absurda.
Si
eres simpático, si te diriges a ellos con educación.
Igual no tienen nada contra ti. Igual sólo cumplen unas órdenes
desmedidas y ellos, como personas, son como tú o como yo.
¿Por qué desearían que yo permaneciera encerrado
en una celda? ¿Hay gente que le desea eso a otra? Estar en
una oficina tampoco es una delicia, y sí que hay gente que
mata para disfrutar de semejante privilegio. Yo no le desearía
ese mal a nadie, de corazón. Ni ese ni muchos otros. Pero
dicen que hay oscuros poderes sombríos que mueven hilos y
voluntades que a su vez estiran y tensan las correas de las personas,
tan volubles. Algunos se quedan quietos y es como si nada.
Por
qué iban a buscarme a mí, de entre tantas personas
que se agolpan en las ciudades. Cómo voy a pensar yo, a creerme
tan importante para que unos hombres vayan preguntando por mí.
Qué querrán saber de mí, cómo les tendré
que explicar. ¿Serán señores? Otros dicen que
algunos llevan gabardina y que esos son los peores. Bueno, a mí
los uniformes me imponen, todos tan iguales y relucientes. ¿Acaso
tendré la paciencia y el sosiego para poderles expresar mi
opinión? No es yo la crea relevante, con la de cosas que
pasan. Pero si me van a preguntar, algo habré de decir.
No
quiero darme aires ni adelantar presagios. Sólo lo que me
dicen. Que preguntan, que el buzón, que los vecinos. A algunos
vecinos los conozco, no dirían nada malo de mí. Tampoco
es que me haya gustado obedecer ante las órdenes y los mandatos,
pero tal vez debiera llamar yo por teléfono. Por mostrar
una actitud dialogante, de primeras. O quizás eso sea peor,
una manera de acusarme yo mismo, inconscientemente. De cuando en
cuando, tengo miedo, e intento reírme de mí, relativizar,
como se dice ahora.
Qué
ridículo sería, qué poco podría yo decirles.
Siempre he sido muy ignorante, poco preclaro. Se me ocurren ideas,
pero siempre efímeras, nada perdurables, endebles. No entiendo
casi nada, de verdad; asiento ante opiniones de otros, mejor informados.
Tengo mis motivos, pero a menudo los sé azarosos, vanos.
Y tampoco es que actúe de frívolo o trate de conmover
con falsa modestia. Es cierto, me cuesta relacionar hechos e ideas.
Parezco un testigo ciego, asustado por sus oídos demasiado
afinados. Solo, en la oscuridad o ante un chorro brutal de luz.
No
creo que les gustara lo que yo pudiera decir. Mejor sería
decir otra cosa. Dicen que pegan, que humillan, que gritan. ¿Qué
me podrían hacer a mí? No mucho, enseguida me desmayo.
Me acobardo tan pronto, que cualquier tentativa de amenaza me hace
lividecer. No sé qué habría de decir para convencerles.
Debería pensar en eso. Aunque eso ya demuestra mi inquietud.
Uno lleva sus culpa y las confunde con las de otros ¿no?
Me extraña tanto, sin embargo, que todo esto tenga que ver
conmigo.
Pero
las noches se estiran cada vez más y no se deshacen de los
rumores. No he recibido llamadas telefónicas de madrugada.
A veces me emborracho y me lleno de valor al llegar a casa, y me
carcajeo de mi estupidez. Pero, en general, lo miro todo con mucho
cuidado. Oigo ruidos desagradables. Recorro las habitaciones, por
si hubiera alguien. Compruebo que no hay nadie. Sintonizo la radio,
pues me incomoda el silencio. El silencio parece siempre antesala
del estruendo, del chasquido que espero. De los nudillos en la puerta.
De los gritos en las escaleras y las duras pisadas de las botas.
Ojalá esté completamente equivocado. Algo tendré
que confesar. Llegará el día que sí que vendrán
a preguntarme. Pero a preguntar qué. Hay que andarse con
mucho oído. Con las luces apagadas, controlo el sonido de
mi respiración.
©
Héctor
Arnau
|