La despedida
Este
relato pertenece al libro
Pasajeros
de la memoria
|
|
|
La
vida nos entrena bien temprano
para las despedidas.
Orlando
Gallo
|
Algunas
de las cosas que ocurrieron esa noche las vi y escuché yo
mismo, las demás me las contó mi hermano mucho tiempo
después.
Yo estaba acurrucado, metido de cuerpo entero entre el arrume de
discos viejos que compartían conmigo el hueco de la radiola.
Era pequeño y no ocupaba más espacio que el que necesitaban
los cien o doscientos discos rayados de padre. Tenía seis
años ya cumplidos, al menos esa fue la cuenta que sacamos
con mi hermano la otra noche. Entre las puertas que cerraban la
radiola quedaba una abertura suficiente para recorrer todo el local
sin ser observado. Desde allí, por la minúscula rendija,
yo veía a Maruja: tenía el vestido rojo que le veía
puesto todos los días, con ese escote pronunciado y ese busto
protuberante al que cada rato miraba con disimulo padre. Maruja
siempre me pareció una buena mujer, algo alegrona y bulliciosa,
pero muy cariñosa conmigo y con padre, con mi hermano también;
pero él la odiaba, al menos eso fue lo que me contó
después.
Yo
no sabía por qué me gustaba mirar a Maruja. Acaso
era esa forma lenta de avanzar con la bandeja repleta de cervezas,
haciendo cabriolas por entre las mesas, esquivando las manos que
se alargaban a su paso, desapareciendo y reapareciendo junto con
Rosario y María, con las bandejas otra vez repletas, hasta
acabar de atender la última de las mesas que desde muy temprano
se habían empezado a ocupar. Mientras ellas atendían,
las demás se apretaban contra los señores, la mayoría
de ellos despeinados, sudorosos, gritando a cada instante: "putas",
inclusive a Maruja, y al oír esto, padre volteaba la cabeza
y la miraba, y ella corría a esconderse detrás de
la cortina oscura que aislaba el cuarto de mi hermano. Esto lo veía
todos los días, siempre que padre me exigía que lo
acompañara al local; yo ni siquiera sabía para qué
me llevaba allí, nada más que a cabecear dentro de
la radiola y a mirar a Maruja, y a escuchar hasta cien veces en
la misma noche el disco preferido de ella: "ya estás
tejiendo la red, como en aquella mañana". Maruja la
cantaba y no lo hacía mal. Tarareaba cada vez que sonaba
la canción y padre apagaba la radiola para que Maruja siguiera
sola. Cuando acababa, los señores soltaban a sus acompañantes
y aplaudían con entusiasmo a Maruja. Ella sonreía
con humildad. Es una zorra dijo mi hermano. Puede
ser le respondí yo, en todo caso me parecía
bonita con ese vestido rojo apretado, con esos aretes en forma de
gota que nunca se quitaba, ni siquiera cuando al amanecer salía
hacia el baño envuelta en la inmensa toalla que tenía
padre, y él corría hasta el hueco de la radiola, separaba
los discos para comprobar que yo estuviera allí y yo cerraba
los ojos. Yo no sabía para qué iba nada más
que a mirarme. En todo caso me acostumbré a cerrar los ojos
cada vez que él se asomaba.
Cuando Maruja aparecía en toalla yo sabía que a la
mañana siguiente padre diría en casa: el
niño se quedó dormido. Y madre: ¿entonces
para qué lo lleva? Y él: por la buena
suerte. Es como un amuleto; siempre que lo llevo los clientes se
quedan hasta más tarde y consumen más. Y mucho
tiempo después mi hermano diciendo: pero esa noche
usted no sabía cómo estaba madre cuando yo llegué:
asomada a la ventana de madera, quitándose el comején
de encima, con los ojos morados, brotados y alargados de tanto llorar.
Y yo: no sé. Sólo sé que esa
noche Maruja estaba cambiada, no era la Maruja alegrona de todos
los días. Estaba molesta, regañaba a los hombres que
le tocaban el trasero, a los que se aventaban de cabeza en su escote,
a los que lentamente le iban subiendo la mano por la pierna hasta
que ya no se veía cubierta con la falda. Ese día
Maruja era otra. Hasta se le cayó una bandeja repleta de
cervezas y a mí me salpicó el ojo que tenía
indiscreto en la rendija. "¿Qué le pasará
a Maruja?", pensé yo. Y mi hermano: ¿qué
le iba a pasar, si lo que tenía que pasar ya había
pasado?. Yo no aguanté y le grité por la rendija:
¿qué le pasó Maruja?. Ella descargó
la bandeja que había vuelto a llenar de cervezas y abrió
el cajón de la radiola. Yo titiritaba de frío y Maruja
me tiró encima la ruana que era sábana, cobertor y
almohada a la vez. Luego me regaló una amplia sonrisa con
esos labios rojos como su vestido que tanto me gustaban. No
pasó nada dijo Maruja, fue sólo
la cerveza que se rompió. El cajón de la radiola
se fue llenando del olor de Maruja, aquel olor inconfundible que
tenía la ropa de padre en ocasiones, la que lavaba y dejaba
secando allí mismo, en el local. Ahora cállate
me dijo Maruja, cállate porque no tardan
en llegar. Me lo dijo con ese hablado raro que tenía.
Y mi hermano: era paisa, hombre. Y yo: pues
paisa o lo que fuera, pero Maruja me miraba y hablaba distinto a
como lo hacía madre. Y mi hermano: claro, como
todo el tiempo se la pasaba mirándola, cómo no le
iba a parecer distinta. Mirando y viendo cosas y nunca dijo nada.
Yo callaba. Padre me decía que lo que sucedía allí
era así nada más, que por eso no había que
decir nada de lo que viera. Al rato de que pasó lo de las
cervezas, llegaron los tipos de siempre; aparecieron temprano, como
era rutina los sábados. Maruja se colocó de espaldas
a la radiola y golpeó las puertas varias veces con el tacón
de su zapato. Yo me quedé quietecito, como me decía
padre, y mi hermano huyó a esconderse en su cuarto, debajo
del catre que chirriaba con sólo nombrarlo. Me asomé
un poco por la rendija y vi las botas largas y brillantes; varios
pares de botas y muchos uniformes verdes. Padre les dijo algo en
susurros y luego sonó la caja en la que guardaba la plata.
Se quedaron un buen rato sentados, pida y pida cerveza, y llamaron
a Maruja. Ella fue y los acompañó un momento y desde
mi escondite yo vi que lloraba disimuladamente. Esa fue
su oportunidad dijo mi hermano, debió
habérselo dicho todo a la policía. Y yo: de
nada hubiera servido; hubiera sido ese o cualquier otro día.
Luego los policías se fueron y no volvieron. Desde la ranura
vi a padre hablando con Maruja, mirando con preocupación
hacia la radiola. Yo oculté los ojos. Madre había
estado llorando hasta la madrugada dijo mi hermano,
sin dormir un solo minuto. Madre le había dicho: ¿se
va a quedar otra vez, a qué horas dijo que llegaba, cuánta
plata mandó?. Y mi hermano: la vi angustiada,
con cara de sufrimiento y de dolor. Y madre: coja esa
plata y traiga algo de la tienda, a ver si hacemos algo de comer
para sus hermanas y su abuela que están durmiendo. Y
mi hermano: yo no pregunté qué debía
traer, sólo salí y fui a la esquina a comprar lo poco
que alcanzaba: panela y maíz pira. Luego regresé y
vi que mis hermanas dormían, mi abuela no. Entonces madre
había dicho: se fija, otra noche allá, bebiendo
y haciendo quién sabe qué más cosas. Y
mi abuela saltando como ave rapaz en busca de su presa: agradezca
mija. El pobre debió haberse quedado trabajando, limpiando
el local, organizando las cosas para esta noche. Agradezca mija
que se la pasa trabajando y sus hijas durmiendo. Y mi hermano
les dijo entonces con algo de malestar: voy a dormir un
rato.
El local se fue quedando solo poco a poco. Algunos hombres subieron
a los cuartos del segundo piso apoyados en las mujeres y luego salieron.
Padre se asomó por la rendija y yo cerré los ojos.
Empujó con cuidado las dos puertas que me encerraban y se
fue al cuarto. Maruja ya no estaba en el salón. Padre contó
el dinero en voz alta, como hacía siempre, pero esa vez lo
sacó todo y se lo llevó para el cuarto. ¿
Y usted no le insinuó algo, no le dijo que cuánto
iba a llevar para la casa? dijo mi hermano. Y yo:
no, porque Maruja me decía que no contara nada.
Luego me daba un gran beso con esos labios rojos y me pasaba la
mano por el cabello. Y mi hermano: antes de acostarme
las oí que seguían discutiendo. Tenía mucho
sueño pero sus voces no me dejaban dormir. ¡Déjelo
mujer, déjelo que trabaje tranquilo!. Toda la semana trabajando
y trasnochando y usted aquí, haciendo pereza había
dicho mi abuela. Y madre: ¿Quién cuida
a los niños entonces; si me la paso en la calle quién
lava, quién hace de comer, así ya me sepa de memoria
el plato diario: agua de panela y maíz pira?. Y mi abuela:
agradezca mija. Y madre: agradecer qué,
si cuando me casé comía y vivía bien, sin cuidar
tanto muchachito y tanta vieja amargada. ¿Quién me
mandó? Y mi abuela: nadie, nadie porque fue
usted la que buscó a mi muchachito y lo persiguió
hasta que se dejó embarazar y logró que se casaran.
El sólo trabajaba y cuidaba de los negocios de su padre.
Padre entró al cuarto y le dijo algo a Maruja, luego fue
y revolcó el baúl donde guardaba la ropa. Y
usted no hizo nada dijo mi hermano. Y yo: qué
iba a hacer, si eso era lo que él hacía siempre: dele
que dele al baúl hasta que yo me quedaba dormido. Y mi
hermano: después madre tiró la puerta y dejó
en el pasillo a mi abuela hablando sola. Fue cuando mi abuela
le dijo: grosera, por eso es que a él no le gusta
venir, para no encontrársela peleando a toda hora. Y
madre: pues que no vuelva, que se quede definitivamente,
un día si y otro no, ya es hora de que se vaya. Y mi
hermano dijo que madre se quedó gritando, pero como queriendo
tragarse las palabras, deseando que rebotaran en los ladrillos sin
resanar y no salieran afuera del cuarto, que pasaran por las camas
en las que dormían mis hermanas y se estrellaran contra la
ventana cerrada.
Lo más raro esa noche fue ver salir a Maruja con otro vestido
diferente, uno rosado pálido; también le quedaba bien;
pero me gustaba más el rojo. Tampoco tenía los labios
rojos con los que me besaba tan seguido. Salió del cuarto,
miró hacia atrás y caminó hacia la radiola.
Padre debía estar en el baño porque se escuchaban
ruidos allí. Maruja iba despacio, sin producir otro sonido
que el del roce de sus pies descalzos contra las baldosas, porque
tampoco llevaba los tacones altos que usaba para atender las mesas.
Llegó hasta la rendija y se asomó por ella. ¡Ábreme!
me dijo Maruja, yo sé que no estás
dormido. Yo abrí los ojos y la vi junto a mí,
pálida, sin escote; pero de verdad Maruja era muy bonita,
aun así, sin ese rojo efervescente, Maruja se veía
muy bonita. Me miró de una forma extraña, con los
ojos más abiertos que de costumbre, y sentí un viento
desde que su brazo se levantó, una ráfaga de aire
que vino y se posó en mi rostro, en mi cabello, y que luego
palpó suavemente mis labios. Pobrecito dijo.
"¿Pobrecito yo?", pensé. ¿Pobrecito
por qué Maruja? le pregunté. Por
nada respondió, no es nada. Pero estaba
muy callada. Así estuvo largo rato, acurrucada junto a la
radiola, nada más que mirándome y tocándome.
¡Maruja, Maruja! gritó padre desde
adentro. Maruja se levantó y se alejó mirándome
y repitiendo en voz muy baja: pobrecito... pobrecito.
Nunca me había dicho eso y me sentí muy raro. ¿Por
eso fue que no dijo nada guevón, no? dijo mi hermano,
por eso ni se inmutó cuando ellos salieron y padre desocupó
el baúl , con todo el ruido que debieron haber hecho.
Y madre en casa había dicho: vayan por el niño,
ya son las siete de la mañana y el sinvergüenza ese
nada que aparece con el niño. E inmediatamente mi abuela:
déjelo, él aparece en cualquier momento.
Y mi hermano: yo voy, yo lo traigo, porque mis hermanitas
no se han querido levantar todavía. Yo, en el local,
miraba nostálgico cómo Maruja se perdía tras
la cortina espesa del cuarto, bonita, con su muselina rosada y sus
cabellos sueltos cayéndole y descansando sobre su espalda.
Guevón repitió mi hermano,
usted no quiso hacer nada, no gritó, no hizo nada cuando
los vio salir cargados de maletas olvidándose de usted.
Y madre en casa: vaya rápido que el niño
debe estar dormido y sin comer, coja las otras llaves y vaya rápido.
Y padre en el local, en el cuarto: rápido Maruja,
muévase. Y yo quedándome dormido. Y mi hermano:
pendejo, ahí quieto, sin hacer nada. Y yo: hombre,
cuántas veces tengo que decirles lo mismo, cuándo
me van a creer que yo no los vi salir, que yo sólo recuerdo
hasta que Maruja desapareció tras la cortina y yo me quedé
solo, como me quedaba cuando padre decía en un tono almibarado:
"venga Marujita, no se demore".
©
Betuel
Bonilla Rojas
|