Alida
"Feliz
de quien la vida no exige más
que lo que ella espontáneamente le brinda,
guiándose por el instinto de los gatos,
que buscan el sol cuando hay sol,
y cuando no hay sol,
el calor donde quiera que esté"
Fernando
Pessoa
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Había
hecho un culto de la amistad.
Ahora tengo en mis manos la bandejita de metal
regalo de Alida. Ese nombre, Alida, durante muchos años significó
una sola persona, la Alida de mi infancia, en Quilmes. No podía
haber otra Alida. Después descubrí que varias personas
podían llamarse Alida, o Juan, o Silvia o María o
Graciela. Pero ese nombre Alida tuvo para mi un significado úmico
durante mucho tiempo. Como si hubiera existido una sola Alida en
todo el mundo.
La bandejita, casi la única posesión
de Alida, se convirtió un día en mi regalo. Alida
fue vendiendo y regalando todo a los amigos. Cuando estoy preocupada
prefiero lustrar la bandeja a llamar por teléfono a alguien
para trasmitirle mi preocupación. Es como un ritual, como
si frotara una lámpara mágica. Entonces la veo salir
como de un sueño. Alida cierra el portón verde de
la casa de Quilmes y se va caminando por las calles de siesta. Antes
de salir Alida cumple con la rutina: fríe las milanesas en
el mismo aceite de siempre, le da de comer a Dagoberto, el marido
también de siempre y ahora postrado en silla de ruedas. Después,
guarda la sartén y en la sartén el aceite tibio y
sucio de doscientas milanesas, quizás algunas más.
Y también antes de salir, pronuncia la frase : chau Dagoberto,
se terminó el conchabo. Pero Dagoberto no la escuchaba ¿o
si?
Alida paseaba por Quilmes hasta recalar en
alguna casa o en un velorio. Siempre tenía las uñas
largas pintadas de rojo carmesí con una media luna blanca
como su pelo. En el pelo blanco a veces aparecían extraños
reflejos azules, cosa rara, porque mi abuela y mi bisabuela tenían
el pelo blanco y no azul y nunca se pintaban las uñas. Ellas
se vestían siempre de negro, a lo sumo de gris en verano.
Las señoras mayores se visten así, la pollera larga,
casi a los tobillos. Alida siempre vestía de negro, perlas
blancas en el cuello, me parecía elegante, cuando fumaba,
sabía exalar el humo del cigarrillo y hacer volutas y al
lado de ella siempre, la cigarrera de carey. A mamá no le
gustaba jugar a las cartas, nunca le ha gustado, si Alida venía
a casa conversaban.
Cuando la conocí Alida vivía
en la casa de su propiedad, único resabio de varias casas.
Pero de ésta que era antigua, ya había vendido dos
cuartos. La casa más que antigua era vieja, con varias habitaciones
y en el centro un patio con una enorme palmera. En los dos cuartos
vivían dos señoritas que vivían en la cama,
enfermas. Tenían trenzas larguísimas y usaban camisones
de monja color crema. En los cuartos había olor a humedad.
La siesta en Quilmes era un rito: cerrar las persianas y hacer silencio.
Calles sin nadie y el perfume violeta de las glicinas estallando
en el verano lentísimo, resonaban algunos ladridos. Por la
barranca que conducía al río era lindo oirlos. Hacía
calor en verano y si no se iba al río mejor quedarse en casa.
Y por ahí aparecía Alida. Se acomodaba en la silla,
encendía un cigarrillo y después horas de conversación
y mate. Un día sus labios pronunciaron una frase nueva. No
era la típica frase chau Dagoberto, se terminó el
conchabo que repetía riéndose para que nos riéramos.
Esta era nueva. Apenas llegó dijo: Traeme el veneno porque
me quiero matar. La frase interrumpió el canto de las cigarras,
me sonó muy extraña. Pensé en el veneno para
matar hormigas, había tantas. Le acerqué el frasco
y se alarmó. Tal vez no esperaba mi reacción. Parecía
convencida. Es que los chicos son tan espontáneos habrá
dicho mamá. Alida puso el frasco de veneno en la mesa y no
dijo nada.
Pasaron varios minutos, casi media hora. Bajo
el níspero sebaba mates, silbaba. Como si no hubiera dicho
nada, como si no hubiera anunciado el suicidio. La conversación
derivó después en Juan Moreira[1]
algo que le gustaba contar. Habían pasado a uno de los temas
favoritos:
¿sabés nena que tu bisabuela
conoció a Juan Moreira? Aquel día, en Lobos, tu bisabuela
salió de la escuela y lo vio, estaba muerta de susto, había
visto a Juan Moreira muerto, cabeza abajo con la melena roja arrastrado
por una carreta. Lobos, un pueblo con una laguna en la Provincia
de Buenos Aires, me parecía fascinante: de ahi eran mi padre,
mis abuelos, una de mis bisabuelas y también Perón.
Entonces, decía Alida, en Lobos fabricábamos cigarrillos,
éramos ricos. El que Alida hubiera sido rica me parecía
extravagante, le formaba un aura, los reflejos azules en el pelo
se deberían a eso, o las perlas grandes o las uñas
pintadas.
Esos eran algunos temas. Había otros,
los muertos. Algunas veces se moría gente, también
se murió Dagoberto. No dio trabajo para morir, se murió
y listo. Alida se levantó un día y lo encontró
muerto. Se había terminado el conchabo y Alida no volvería
a usar la sartén ni a cocinar, al menos en su casa, los hijos
eran grandes, estaban casados.
Alida volvió a vender una fracción
de la casa y se quedó con un cuarto donde iba solamente a
dormir. De día, siempre había alguna una casa adonde
ir. Cocinaba puchero, tomaba vermouth, jugaba a las cartas. La voz
ronca y la risa resonaba contando anécdotas. Le gustaba bromear
con el cura invitado a alguna reunión, muchas veces la escuchaba
azorada proponerle matrimonio al cura, antes de que se dé
cuenta, padre, usted y yo nos casamos. También le gustaba
arreglar el mundo, filosofía barata, decía, filosofía
de café. Y entonces imaginaba que la filosofía y el
café podían ir juntos, aunque no entendía bien
cómo podía ser.
Pasaban los años y el pelo de Alida
se volvía más fino y escaso y la cabeza más
rosada y blanda. Me gustaba mirar su cabeza y fantasear con senderos,
tal vez un parque, donde poder treparse a los árboles. Los
ojos azules habían adquirido una profundidad empañada.
En las casas de Quilmes los hijos crecían, se casaban, se
iban. Y el tiempo para la charla era distinto, ahora estaba lleno
de apuros, de ruidos, voces salidas de la televisión. Un
buen dia Alida descubrió un pasatiempo, simple y barato:
subir al colectivo que iba a Buenos Aires y dejarse llevar, dormir
la siesta, la luz languidecía en Plaza Once, se extinguía
entre los edificios de cemento cruel y de piedra. Con suerte la
música de un tango o la voz de Sandro, cruzar el Riachuelo,
pasar el Puente Pueyrredón para volver a Quilmes, con la
luz de las primeras estrellas. Volver a Quilmes de noche da tristeza,
se ven las casitas, las luces lánguidas, la desolación,
la pobreza. Es el sur, no es el norte.
Alida dormía en la única pieza
sin cocina, en una cama sin sábanas.
Entre la placita y la estación había
pocas cuadras. Un día Alida se cayó. Es la columna
mamá, hay que cuidarte bien ¿sabés? La vas
a pasar bien, y es muy lindo, muy tranquilo. Queda por Bernal. Sabés
mamita? Y Alida no comprendía o si? La pieza tenía
dos camitas para compartir. Alida miraba la caída de la tarde
hasta que desaparecía el sol. Y a veces Nina, su hija venía
con el licor y le daba una copita a escondidas. Fue una de esas
tardes, después que Nina se fue cuando Alida le dijo a su
compañera de cuarto:
Sabés Mita que hoy lo ví
a Dagoberto en el jardín, me hacía señas con
la mano, me dijo que me esperaba a la vuelta.
Mita no le contestó, siguió
tejiendo una capita para las noches frescas. Cuando le preguntaron
por Alida dijo que la había visto salir muy arreglada, con
el vestido negro, el collar de perlas y su gastado abrigo gris.
NOTA:
1.
Juan Moreira, gaucho que vivió en la Provincia de Buenos
Aires y se convirtió en un personaje mítico.
Lo mataron en Lobos. Eduardo Gutierrez escribió un
folletin que se representó en el circo por el actor
José Podestá quien encarnó al gaucho
perseguido con gran éxito. Dos años después
el mismo Podestá escribió los diálogos
para la representación de la obra que dio origen al
nacimiento del teatro argentino.
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©
Araceli
Otamendi
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