Sumario 19

 

Araceli
Otamendi

 

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   Alida

 

"Feliz de quien la vida no exige más
que lo que ella espontáneamente le brinda,
guiándose por el instinto de los gatos,
que buscan el sol cuando hay sol,
y cuando no hay sol,
el calor donde quiera que esté"

Fernando Pessoa

 

Había hecho un culto de la amistad.

Ahora tengo en mis manos la bandejita de metal regalo de Alida. Ese nombre, Alida, durante muchos años significó una sola persona, la Alida de mi infancia, en Quilmes. No podía haber otra Alida. Después descubrí que varias personas podían llamarse Alida, o Juan, o Silvia o María o Graciela. Pero ese nombre Alida tuvo para mi un significado úmico durante mucho tiempo. Como si hubiera existido una sola Alida en todo el mundo.

La bandejita, casi la única posesión de Alida, se convirtió un día en mi regalo. Alida fue vendiendo y regalando todo a los amigos. Cuando estoy preocupada prefiero lustrar la bandeja a llamar por teléfono a alguien para trasmitirle mi preocupación. Es como un ritual, como si frotara una lámpara mágica. Entonces la veo salir como de un sueño. Alida cierra el portón verde de la casa de Quilmes y se va caminando por las calles de siesta. Antes de salir Alida cumple con la rutina: fríe las milanesas en el mismo aceite de siempre, le da de comer a Dagoberto, el marido también de siempre y ahora postrado en silla de ruedas. Después, guarda la sartén y en la sartén el aceite tibio y sucio de doscientas milanesas, quizás algunas más. Y también antes de salir, pronuncia la frase : chau Dagoberto, se terminó el conchabo. Pero Dagoberto no la escuchaba ¿o si?

Alida paseaba por Quilmes hasta recalar en alguna casa o en un velorio. Siempre tenía las uñas largas pintadas de rojo carmesí con una media luna blanca como su pelo. En el pelo blanco a veces aparecían extraños reflejos azules, cosa rara, porque mi abuela y mi bisabuela tenían el pelo blanco y no azul y nunca se pintaban las uñas. Ellas se vestían siempre de negro, a lo sumo de gris en verano. Las señoras mayores se visten así, la pollera larga, casi a los tobillos. Alida siempre vestía de negro, perlas blancas en el cuello, me parecía elegante, cuando fumaba, sabía exalar el humo del cigarrillo y hacer volutas y al lado de ella siempre, la cigarrera de carey. A mamá no le gustaba jugar a las cartas, nunca le ha gustado, si Alida venía a casa conversaban.

Cuando la conocí Alida vivía en la casa de su propiedad, único resabio de varias casas. Pero de ésta que era antigua, ya había vendido dos cuartos. La casa más que antigua era vieja, con varias habitaciones y en el centro un patio con una enorme palmera. En los dos cuartos vivían dos señoritas que vivían en la cama, enfermas. Tenían trenzas larguísimas y usaban camisones de monja color crema. En los cuartos había olor a humedad.


La siesta en Quilmes era un rito: cerrar las persianas y hacer silencio. Calles sin nadie y el perfume violeta de las glicinas estallando en el verano lentísimo, resonaban algunos ladridos. Por la barranca que conducía al río era lindo oirlos. Hacía calor en verano y si no se iba al río mejor quedarse en casa. Y por ahí aparecía Alida. Se acomodaba en la silla, encendía un cigarrillo y después horas de conversación y mate. Un día sus labios pronunciaron una frase nueva. No era la típica frase chau Dagoberto, se terminó el conchabo que repetía riéndose para que nos riéramos. Esta era nueva. Apenas llegó dijo: Traeme el veneno porque me quiero matar. La frase interrumpió el canto de las cigarras, me sonó muy extraña. Pensé en el veneno para matar hormigas, había tantas. Le acerqué el frasco y se alarmó. Tal vez no esperaba mi reacción. Parecía convencida. Es que los chicos son tan espontáneos habrá dicho mamá. Alida puso el frasco de veneno en la mesa y no dijo nada.

Pasaron varios minutos, casi media hora. Bajo el níspero sebaba mates, silbaba. Como si no hubiera dicho nada, como si no hubiera anunciado el suicidio. La conversación derivó después en Juan Moreira[1] algo que le gustaba contar. Habían pasado a uno de los temas favoritos:

¿sabés nena que tu bisabuela conoció a Juan Moreira? Aquel día, en Lobos, tu bisabuela salió de la escuela y lo vio, estaba muerta de susto, había visto a Juan Moreira muerto, cabeza abajo con la melena roja arrastrado por una carreta. Lobos, un pueblo con una laguna en la Provincia de Buenos Aires, me parecía fascinante: de ahi eran mi padre, mis abuelos, una de mis bisabuelas y también Perón. Entonces, decía Alida, en Lobos fabricábamos cigarrillos, éramos ricos. El que Alida hubiera sido rica me parecía extravagante, le formaba un aura, los reflejos azules en el pelo se deberían a eso, o las perlas grandes o las uñas pintadas.

Esos eran algunos temas. Había otros, los muertos. Algunas veces se moría gente, también se murió Dagoberto. No dio trabajo para morir, se murió y listo. Alida se levantó un día y lo encontró muerto. Se había terminado el conchabo y Alida no volvería a usar la sartén ni a cocinar, al menos en su casa, los hijos eran grandes, estaban casados.

Alida volvió a vender una fracción de la casa y se quedó con un cuarto donde iba solamente a dormir. De día, siempre había alguna una casa adonde ir. Cocinaba puchero, tomaba vermouth, jugaba a las cartas. La voz ronca y la risa resonaba contando anécdotas. Le gustaba bromear con el cura invitado a alguna reunión, muchas veces la escuchaba azorada proponerle matrimonio al cura, antes de que se dé cuenta, padre, usted y yo nos casamos. También le gustaba arreglar el mundo, filosofía barata, decía, filosofía de café. Y entonces imaginaba que la filosofía y el café podían ir juntos, aunque no entendía bien cómo podía ser.

Pasaban los años y el pelo de Alida se volvía más fino y escaso y la cabeza más rosada y blanda. Me gustaba mirar su cabeza y fantasear con senderos, tal vez un parque, donde poder treparse a los árboles. Los ojos azules habían adquirido una profundidad empañada. En las casas de Quilmes los hijos crecían, se casaban, se iban. Y el tiempo para la charla era distinto, ahora estaba lleno de apuros, de ruidos, voces salidas de la televisión. Un buen dia Alida descubrió un pasatiempo, simple y barato: subir al colectivo que iba a Buenos Aires y dejarse llevar, dormir la siesta, la luz languidecía en Plaza Once, se extinguía entre los edificios de cemento cruel y de piedra. Con suerte la música de un tango o la voz de Sandro, cruzar el Riachuelo, pasar el Puente Pueyrredón para volver a Quilmes, con la luz de las primeras estrellas. Volver a Quilmes de noche da tristeza, se ven las casitas, las luces lánguidas, la desolación, la pobreza. Es el sur, no es el norte.

Alida dormía en la única pieza sin cocina, en una cama sin sábanas.

Entre la placita y la estación había pocas cuadras. Un día Alida se cayó. Es la columna mamá, hay que cuidarte bien ¿sabés? La vas a pasar bien, y es muy lindo, muy tranquilo. Queda por Bernal. Sabés mamita? Y Alida no comprendía o si? La pieza tenía dos camitas para compartir. Alida miraba la caída de la tarde hasta que desaparecía el sol. Y a veces Nina, su hija venía con el licor y le daba una copita a escondidas. Fue una de esas tardes, después que Nina se fue cuando Alida le dijo a su compañera de cuarto:

—Sabés Mita que hoy lo ví a Dagoberto en el jardín, me hacía señas con la mano, me dijo que me esperaba a la vuelta.

Mita no le contestó, siguió tejiendo una capita para las noches frescas. Cuando le preguntaron por Alida dijo que la había visto salir muy arreglada, con el vestido negro, el collar de perlas y su gastado abrigo gris.

 

NOTA:

1 1. Juan Moreira, gaucho que vivió en la Provincia de Buenos Aires y se convirtió en un personaje mítico. Lo mataron en Lobos. Eduardo Gutierrez escribió un folletin que se representó en el circo por el actor José Podestá quien encarnó al gaucho perseguido con gran éxito. Dos años después el mismo Podestá escribió los diálogos para la representación de la obra que dio origen al nacimiento del teatro argentino.

© Araceli Otamendi

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