Sumario 25


Untar Pradesh:
últimos días
de febrero
de un año
sin memoria...

Las imágenes

Fabio
Borquez

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Aquella tarde, había cruzado por mis ojos, el monstruo de mármol blanco, se había apoderado de mi cuerpo y alma; aunque en vano quise recorrer las callejuelas de la vieja ciudad de Agra, que se amontonaban tras la confusión del desorden que caracterizaba cada uno de nuestros pasos, mi mente no podía dejar de pensar en él, una herida que manaba sangre de aquel domo y de mi corazón se había abierto...

En la mañana lo había visto por primera vez desde el Agra Fort, desde el pabellón de oro que daba al río Yamuna, quizás desde el mismo lugar desde donde Shah Jahal lo contempló hasta su muerte en el cautiverio. Aunque la lejanía no nos daba la escala, se erguía majestuosamente entre una arboleda que acentuaba su brillo, era otro símbolo de la contradicción del pueblo Indio, esos extremos vertiginosos que uno sólo respira bajo este cielo color lavanda. Entre la piedra trabajada apoyé mi cámara para plasmar lo que había enceguecido mis ojos, mi compañera se encargaba de transportar al infinito la imagen de un segundo, la eternidad misma de cada hecho que aparecía ante mí inesperadamente.

El mediodía había llegado, los treinta y cuatro grados de la primavera oriental hacían que nuestros cuerpos se sintieran agobiados, nada podía detener mi destino. Nos internamos en el frondoso bosque que lo contenía con recelo, al dejar atrás el Yamuna había desaparecido, su recorte se nos volvería a materializar cuando el sudor bajaba por mi frente y mis ojos, estupefactos, no podían descifrar aquella imagen que estaba tan cerca de mis manos y tan lejos de mis raíces, ya casi lo podía tocar, solo quinientos metros y eludir el mercado que se apiñaba entre el tiempo y la escoria; sin vacilar atravesé el control, allí estaba frente a mí, su figura se multiplicaba mil y una veces en el estanque que me separaba de él, ya mis pies desnudos podrían sentir el frío mármol, el último sendero donde ya no era un hombre, me había convertido en una especie de sosias del personaje kafkiano: Gregor Samsa, había sufrido la metamorfosis de un insecto seducido por la tumba, mórbida demostración del amor de un emperador hacia su esposa Muntaz Mahal, que había fallecido al dar a luz a su décimocuarto hijo. Lo recorrí una y otra vez, allí ocurrió algo peculiar y quizás su única explicación sea el estado de éxtasis que estaba viviendo. En la cripta volví a ver a un extraño hombre occidental, que llevaba sobre su frente franjas blancas (como lo hacen los hombres sagrados llamados Saddu), con una joven mujer con sombrero de paja que atemporalizaba su imagen, podría haber tenido 17 o 30 años, realmente nunca lo supe, aunque tras sus respuestas a mis miradas incisivas había despertado en mi los más oscuros deseos, quién sabe qué desorbitados pensamientos eslabonaba mi mente.

Aquella mole de canas llevaba varios collares de flores de jazmín, el cuncum sobre la cara le daba ciertos giros grotescos a su rostro, como extensión de su mano: una bella flor de largas piernas, que se traslucían a través de la seda multicolor; algunos rayos de sol se habían hecho mis cómplices y revelaban a mis ojos dos hermosos pechos sin sostén. La luz penetraba en la cripta por cada hueco del mármol esculpido, el eco retumbaba en cada una de las cúpulas , mis manos acariciaban las frías paredes incrustadas de rubíes, azabaches, turquesas y topacios, que formaban infinitas flores, infinitas veces parpadeé creyendo grabar esas imágenes. La mujer y su insoslayable compañía estaban sobre uno de los lados del Taj que daba a la mezquita, diminutos indios los habían tomado como centro de atracción. En algún momento creí que, bajo aquella fina seda, su cuerpo ardía como las entrañas blancas de aquel mausoleo.

Había perdido el manejo del tiempo, yacía imperturbable sobre la hierba a uno de los lados del sendero geométrico que destilaba estrellas en su camino hacia el monumento. Verifiqué como el sol insobornable iba girando sobre el horizonte, devorando con su luz las sombras a su paso en la batalla diaria al cabo de la cual huyó sobre el borde del mundo dejando lugar sólo a la oscuridad.

Nunca más volví a ver a la mujer, ni al Taj Mahal, aunque hice prisioneras sus imágenes, que siempre puedo evocar y puedo intuir el éxtasis de aquella tarde de febrero...

 

Fotografía de Fabio Borquez

 

© Fabio Borquez

 

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