Aquella
tarde, había cruzado por mis ojos, el monstruo de mármol
blanco, se había apoderado de mi cuerpo y alma; aunque en
vano quise recorrer las callejuelas de la vieja ciudad de Agra,
que se amontonaban tras la confusión del desorden que caracterizaba
cada uno de nuestros pasos, mi mente no podía dejar de pensar
en él, una herida que manaba sangre de aquel domo y de mi
corazón se había abierto...
En la mañana lo había visto por primera vez desde
el Agra Fort, desde el pabellón de oro que daba al río
Yamuna, quizás desde el mismo lugar desde donde Shah Jahal
lo contempló hasta su muerte en el cautiverio. Aunque la
lejanía no nos daba la escala, se erguía majestuosamente
entre una arboleda que acentuaba su brillo, era otro símbolo
de la contradicción del pueblo Indio, esos extremos vertiginosos
que uno sólo respira bajo este cielo color lavanda. Entre
la piedra trabajada apoyé mi cámara para plasmar lo
que había enceguecido mis ojos, mi compañera se encargaba
de transportar al infinito la imagen de un segundo, la eternidad
misma de cada hecho que aparecía ante mí inesperadamente.
El mediodía había llegado, los treinta y cuatro grados
de la primavera oriental hacían que nuestros cuerpos se sintieran
agobiados, nada podía detener mi destino. Nos internamos
en el frondoso bosque que lo contenía con recelo, al dejar
atrás el Yamuna había desaparecido, su recorte se
nos volvería a materializar cuando el sudor bajaba por mi
frente y mis ojos, estupefactos, no podían descifrar aquella
imagen que estaba tan cerca de mis manos y tan lejos de mis raíces,
ya casi lo podía tocar, solo quinientos metros y eludir el
mercado que se apiñaba entre el tiempo y la escoria; sin
vacilar atravesé el control, allí estaba frente a
mí, su figura se multiplicaba mil y una veces en el estanque
que me separaba de él, ya mis pies desnudos podrían
sentir el frío mármol, el último sendero donde
ya no era un hombre, me había convertido en una especie de
sosias del personaje kafkiano: Gregor Samsa, había sufrido
la metamorfosis de un insecto seducido por la tumba, mórbida
demostración del amor de un emperador hacia su esposa Muntaz
Mahal, que había fallecido al dar a luz a su décimocuarto
hijo. Lo recorrí una y otra vez, allí ocurrió
algo peculiar y quizás su única explicación
sea el estado de éxtasis que estaba viviendo. En la cripta
volví a ver a un extraño hombre occidental, que llevaba
sobre su frente franjas blancas (como lo hacen los hombres sagrados
llamados Saddu), con una joven mujer con sombrero de paja que atemporalizaba
su imagen, podría haber tenido 17 o 30 años, realmente
nunca lo supe, aunque tras sus respuestas a mis miradas incisivas
había despertado en mi los más oscuros deseos, quién
sabe qué desorbitados pensamientos eslabonaba mi mente.
Aquella mole de canas llevaba varios collares de flores de jazmín,
el cuncum sobre la cara le daba ciertos giros grotescos a su rostro,
como extensión de su mano: una bella flor de largas piernas,
que se traslucían a través de la seda multicolor;
algunos rayos de sol se habían hecho mis cómplices
y revelaban a mis ojos dos hermosos pechos sin sostén. La
luz penetraba en la cripta por cada hueco del mármol esculpido,
el eco retumbaba en cada una de las cúpulas , mis manos acariciaban
las frías paredes incrustadas de rubíes, azabaches,
turquesas y topacios, que formaban infinitas flores, infinitas veces
parpadeé creyendo grabar esas imágenes. La mujer y
su insoslayable compañía estaban sobre uno de los
lados del Taj que daba a la mezquita, diminutos indios los habían
tomado como centro de atracción. En algún momento
creí que, bajo aquella fina seda, su cuerpo ardía
como las entrañas blancas de aquel mausoleo.
Había perdido el manejo del tiempo, yacía imperturbable
sobre la hierba a uno de los lados del sendero geométrico
que destilaba estrellas en su camino hacia el monumento. Verifiqué
como el sol insobornable iba girando sobre el horizonte, devorando
con su luz las sombras a su paso en la batalla diaria al cabo de
la cual huyó sobre el borde del mundo dejando lugar sólo
a la oscuridad.
Nunca más volví a ver a la mujer, ni al Taj Mahal,
aunque hice prisioneras sus imágenes, que siempre puedo evocar
y puedo intuir el éxtasis de aquella tarde de febrero...
©
Fabio
Borquez
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