¿Tomamos
el té o
nos suicidamos?
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I
El
lector seguramente ha reparado en cuántas y cuántas
personas transitan por la calle en estado de agonía. No han
logrado disimularlo del todo y se les nota retratado en los ojos.
Tal vez entre ellas nos contemos el lector y yo, quiero decir: tan
fallidos simuladores como los demás. En rigor, todos los
humanos, más: todos los seres vivos llevamos pintada la muerte
desde el nacimiento o, si se quiere, desde la concepción
misma.
Claro, en el hombre los primeros años de vida se pasan muy
ocupados en descubrir el mundo y todavía no ha llegado la
notificación oficial tanática, de modo que el estado
de agonía no se siente, o casi, y claro, no se nota, o casi.
Ya avanzada la infancia, los miedos se focalizan, son heraldos de
la muerte, pero no tarda la adolescencia en irrumpir, borrón
y cuenta nueva: volvemos a estar muy ocupados, esta vez con el sexo,
y la muerte no pasa de tema de conversación. Por fin, al
descomponerse la adolescencia, ya no caben aplazamientos: es cuando
recibimos la notificación oficial tanática.
¿Y
qué hacemos con ella? Esconderla donde nadie la vea. Sí
la hemos leído y resulta que la vida es en efecto un estado
de agonía o, si se quiere, nosotros somos enfermos terminales
desde siempre y cualquiera sea la edad que alcancemos. Esto dice
la notificación tanática y cada humano la tiene consigo,
o va a recibir la suya corriendo a esconderla.
Ante esto, hemos acordado un pacto del silencio. Que nuestro vecino
no se entere de que un día voy a morir. Que los cuates no
se enteren de que un día voy a morir. Que nadie... no podemos
evitar que los hijos lo sepan y pregunten, pero a ver si rápido
lo olvidan. Y ¡salir a la calle sin mirar a los ojos de los
demás, salir sonrientes como si estuviéramos ante
el cómplice espejo!
II
Y
sorteamos la tentación del suicidio. Este fenómeno
obedece a múltiples motivaciones, cada caso es un universo,
pero algo es común a todo suicidio: resulta una eutanasia
si estamos a lo dicho. Y también: como toda persona que muere,
el suicida lo hace en soledad. Esto no se entiende bien a menos
que se lea con atención el cuento de León Tolstoi
sobre Iván Ilich. Los seres que rodean al moribundo no pueden
acompañarlo más allá de una cierta barrera
de su percepción, por más amor que le profesen.
Además, el suicida viene arrastrando la soledad desde antes,
desde el momento en que tomó la decisión de dejarse
llevar por la pulsión tanática. Difícilmente
pueda confesar su propósito, sería maltratado como
si fuera un delincuente, el suicidio es un acto clandestino, es
el juego del hecho consumado. Tampoco es fácil entender el
grado de soledad que alcanzan los suicidas. Cada uno se considera
el último Adán, no queda otro sobreviviente sobre
la faz de la Tierra, y se niega a una vejez estéril. Con
él se consumará el fin de la especie porque no hay
más especie que él mismo. ¿A qué esperar?
Nadie vendrá, no creo en milagros. Y nadie hay para condenar
mi acción, soy libre. Así se siente el suicida y con
esa convicción toma la sobredosis de su propia mano.
Pero antes, apago el televisor y desaparece el mundo virtual. Y
luego, tomo la sobredosis y desaparece el mundo real.
III
Ahora
bien, entre la caída de la fortaleza del óvulo y la
caída del telón, media un lapso que no hemos vacilado
en llamar "estado de agonía". Parece otra forma
de dar nombre al "ser-para-la-muerte" de Heidegger. Allí
donde el ser humano cree amargamente descubrir que "llegó
para marcharse", con lo cual cada acto, sea preferir el té
al café, sea hacerse un revolucionario o un conservador,
está marcado por el absurdo: la misión del acto es
decretar que está cancelado. Con ello alcanza la cima de
lo autodestructivo. Ciertamente, el hombre no puede concluir que
"llegó para quedarse", eso se lo dejamos a los
dioses inmortales. Pero tampoco impresiona que "llegó
para marcharse".
Ni una ni otra. El hombre aparece como un hacedor cosas, que algunas
veces devienen en causas. Si logra los objetivos, si por lo menos
los deja encaminados en otras manos, entonces se dice que el individuo
muere tranquilo. La verdad, por más empeño que se
haya puesto, las cosas y las causas son tan vulnerables y perecederas
como el hombre mismo. Van innovando hasta que un día se cierra
el ciclo y la nueva cosa y causa es... recomenzar. Sí, recomenzar
luego de la destrucción de todo, el regreso a punto cero.
Es al menos una lectura cosmogónica probable que hoy podemos
hacer desde nuestra pobre casa mayor o tercer planeta del sistema
solar. Y la pregunta es obvia: ¿a qué entonces tanto
empeño si todo va a ser nada?
Por lo demás, el hombre se ha mirado en la naturaleza y este
construir sin sentido evidente, seguido del destruir para recomenzar
una historia similar, como si la anterior no sirviera, dibuja dentro
suyo la pulsión tanática y el hombre levanta su mano
anticipándose al juego insensato de la naturaleza, del cosmos
donde habita. Yo también quiero destruir, clama el hombre,
y debo hacerlo antes que la huella de mis pasos sea borrada. Ya
no pregunta más, se limita a imitar como un buen hijo de
Mamacita Naturaleza.
Durante mucho tiempo, la pregunta del sentido de la vida fue considerada
propia de la Metafísica. Desde que el big bang nos proporciona
el modelo estándar de la evolución del universo, la
pregunta ha sido retirada de circulación, y por todo otro
informe dirigirse a la Astrofísica. Con el big bang
-esa cósmica explosión inicial del universo-, de una
cosa estamos seguros: se nos viene el Apocalipsis. Unos dicen que
será vía implosión, el big crush, otros afirman:
vía dispersarse en el vacío sin que haya réplica
sino indefinida continuidad del movimiento galáctico hacia
afuera. Como sea, Apocalipsis.
Y bien, si admitimos como vano ese proceder del universo, y de todos
modos resolvemos seguir adelante, la conclusión práctica
resulta necesariamente lúdica. A jugar donde no podemos entender.
Dejamos de lado los planes de suicidio, a vivir como niños,
inocentes y sabios. Vamos a ver. ¿Jugamos a hacer política?
¡Nooo, qué aburrido! Mejor, a las comiditas. Tendemos
la mesa para el té, adoptamos el aire serio de las personas
importantes y esperamos a los convidados. Si son mexicanos, llegarán
tarde. Si son ET, ya están entre nosotros. ¿Con crema
o con limón?
IV
En sus últimos años de vida, Jorge Luis Borges dijo:
"Si fuera valiente, me suicidaría. Como no lo soy, seguiré
jugando un rato más y que la muerte me suicide." Nada
más nos queda por agregar. ¿Ah, sí? Pues fíjate
que no. Los niños de la calle ¿se pondrán a
jugar a ver quién tiene más hambre que el otro? Perdón,
perdóname, me olvidé de decirlo: esta "filosofía
ludista" es groseramente del Primer Mundo. Si tienes hambre,
si tienes frío, si te persiguen, si eres seropositivo, si
para ti están cerrados los mercados de trabajo, si te discriminan
racialmente, si te llevan a la guerra, entonces vives prisionero
del reino de la necesidad y nada se antepone a ello. Llegas a pensar
en la muerte, en el suicidio, para escapar de este mundo lo antes
posible, no por su inutilidad, ni te detienes a pensar en el big
bang o en el sentido de la vida. Sufres, sufren los tuyos, punto.
Lo lúdico, siempre y cuando las necesidades estén
satisfechas. Cuando crees haber pasado al reino de la libertad y
ante ella quedas impotente pues Mamacita Naturaleza, con tu libreto
ya escrito, no te dejará ejercerla, entonces te refugias
en lo lúdico. Afuera suceden las cosas, tal vez estén
por desembarcar los ET y el té ya se ha enfriado. Bah, no
interesa, con o sin ET tú no puedes influir en el curso cósmico.
No obstante, has decidido permanecer. Tons ¿qué? ¿Tomamos
el té o nos suicidamos? No, qué güeva, dice Nuria,
para mí con un chorrito de leche.
©
Marcos
Winocur
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