Reseña
del libro
La
otra mujer
de
Eva Vaz
Celya Edit.
Salamanca 2003
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Todas
las historias son la Historia, por chicas o grandes que nos parezcan,
o alejadas, o insólitas, o tan normales que no imaginemos
de ellas que pudieran influir una pizca en la evolución de
la especie, algunos de cuyos miembros no quieren compartir la palabra
como única arma posible. En el campo abierto del vivir para
vivir, todo lo que no sea palabra es fracaso. «Tristes guerras
si no son las palabras...» decía aquel Miguel tallador de
palabras, muerto de frío en un calabozo: Nanas de la cebolla:
«no sepas lo que pasa, ni lo que ocurre».
Cada
cual embarcado en su guerra pacífica para aportar algo a
la tarea de mejorar «esto» a lo que hemos llegado tras
milenios de andar a oscuras, llega a mis manos el libro La
otra mujer, de Eva Vaz, en el que a través de su
voz, tan rica de matices, surgen las historias y las guerras de
«otras mujeres... la mujer en rebajas, la del pituco, la señorita
del compañía, la que comía sueños, la
amante, la del sexo grande, la del perrito, la enferma, la internauta,
la de las cicatrices...». Y emociona ver cómo las guerras
de carne adentro, con sus historias a cuestas, las traza la autora
de frente, sin tapujos pijoteros, para que a la vez sean tan íntimas
como universales. En poco fraseo: algo así como elevar la
anécdota a categoría. Y sólo con palabras.
En
todas las guerras está presente el color rojo de la sangre,
ese que en las páginas del libro «manchaba el jardín
y la alformbra». El jardín, por esa amenaza constante de
vuelo desde un balcón del séptimo piso. La alformbra,
por el intento de una niña rara de abrirse las venas. Emociona
especialmente escuchar, o ver, o leer -es lo mismo, dada la precisión
del verbo- , la última historia, en la que «ella» ya no abre
sus venas para vaciarse violentamente, sino su alma para decir de
aquélla, «su lejana guerra», que ahora, de mujer, es capaz
de escribirla en paz -de verla con la distancia debida-, y dejar
el impulso del corazón para las grandes ocasiones: «Para
mi niña».
Y
es porque el alma es el campo de batalla donde se dirime la verdadera
vida y la verdadera muerte; ahí se fraguan esas «cicatrices
atroces» que deja la indiferencia, donde con el desgarro se
mitiga el infinito dolor emocional cuando alguien ha olvidado mirar
las heridas. De tanto hurgar en lo más oculto del alma, Eva
advierte: «Mírate y recuerda lo que eres / porque cuando
vuelvas a hacerlo / ya no serás lo que ves / pero serás
más fuerte / y podrás soportarlo».
Es
verdad que el ser humano está solo. Aún más:
es solo. Eva lo sabe y lo grita en sus versos con el calibre «times
new roman»: «debería haberte dicho que estoy sola / que vivo
sola / espantablemente sola / que nunca intenté suicidarme
/ porque no habría nadie / para salvarme». En suma, Eva repasa
uno a uno los jirones que el paso por la guerra de la vida ha ido
haciendo en la piel interna de «cualquiera de nosotras»; recuento
que en uno de los poemas resume así ante los ojos que la
leen: «Dime qué más quieres de mis sobras». De nuestras
sobras.
Todas
las historias son la Historia, por chicas o grandes que nos parezcan,
o alejadas, o insólitas, o tan normales que no imaginemos
de ellas que pudieran influir una pizca en la evolución de
la especie, que no es más que sumar lo bueno de un día
a lo del siguiente; especie en la que algunos miembros no saben
o no quieren ver la palabra como única arma posible. Lo más
hermoso aquí es que Eva Vaz, en La otra mujer,
obra cuajada de guerras y de historias, tan íntimas como
universales, sólo emplea palabras en cada batalla, palabras
de amor, palabras que buscan una luz al final de túnel; palabras:
lo más elemental y noble que llevamos puesto. Palabras, en
su caso, que extienden su onda expansiva hasta conseguir que las
compartamos como propias, como hace hoy quien en silencio traza
esta columna.
©
Manuel
Garrido Palacios
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