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Lo
supe aquella noche, o más bien debería decir que confirmé lo que ya
sabía. Verte gritar con la ayuda o la excusa del alcohol, mientras caminabas
con torpeza, balanceando ligeramente el cuerpo. Contemplar tu descontrol
forzado para expresar cuánto te divertías. La salida a la calle con
la botella de cerveza en la mano y el momento en el cual arqueaste el
tórax y, desplazando el brazo derecho hacia atrás para lograr mayor
impulso, lanzaste la botella contra el taxi. El gesto envalentonado,
porque no estabas solo, frente al taxista indignado y sorprendido. Esa
mirada tuya agresiva y temerosa a la vez, que tiene un brillo enajenado.
La risa. Nuestra vergüenza disimulada. También yo había bebido lo suficiente
como para no ver el aparador que sobresalía de la fachada ante la que
pasamos. El golpe seco contra el cristal hizo estallar las carcajadas
de Andrea y todos los demás empezaron a reír. Intenté recomponer con
rapidez mis gafas y supongo que el gesto era lo suficientemente ridículo
como para hacerles reír más. Después la cena, más copas, la resaca.
Recuerdo
el día, algunos meses antes, que entraste en el despacho de Carla y
empezasteis a discutir. El portazo cuando cerraste la puerta, algunos
gritos sordos, amortiguados. Después Carla llorando, con sangre en los
labios, despeinada, corriendo hacia la calle. Tu estabas pálido, la
mirada perdida en el espacio, el cuerpo abandonado en la butaca. Siempre
fuerzas el silencio a tu alrededor, la voz del miedo, y la impotencia
es silenciosa, hasta que llega el grito.
La
mataste. El color de la sangre, el cuerpo inerte y el espejo. Toda la
habitación dentro de un espejo y tu mirada incrédula, los brazos caídos,
en la mano derecha la pistola mirando al suelo.
De
nuevo era mentira, una visión extraña en el espejo, un espejismo. Como
cuando veías a tu padre, al entrenador o a tu socio afeitándose en tu
cara, hablando por tu boca. ¿O eran ellos quienes te miraban?.
Te
persigue esa sensación de no ser nadie, tal vez porque siempre pretendes
ser el otro, aquel que tiene autoridad sobre los demás, sobre ti mismo.
Padre, maestro, jefe, militar, todos te asustan y ese deseo de trasladar
el miedo es tu condena.
Conducías
con velocidad, con las luces largas incendiando el asfalto, las marcas
reflectantes del arcén se suceden unas a otras con rapidez, pisas el
acelerador hasta que son una línea continua y de pronto sales de la
carretera en una curva, el coche da varias vueltas de campana. Te quedas
atrapado entre los hierros y gritas, pero nadie te puede oír y las horas
pasan lentas, dolorosas.
Aparcaste
el coche en el jardín, la música se oía lejana y encendiste un cigarro,
más tarde decidiste entrar. En la barra los hombres bebían acompañados
o solos, esperando el momento oportuno. Ella es una rubia de anchas
caderas y pechos firmes, te conoce hace algún tiempo y sabe lo que debe
hacer. Llegáis a la habitación y te desnuda lentamente, meciéndose en
la dulce canción que entona con la boca cerrada o entreabierta. Acaricia
tus muslos y se despoja de las medias y otros mínimos encajes. La tienes
frente a frente, te muerde con los labios, pasa su lengua por el cuello,
los pezones, el ombligo, se arrodilla. Miras su pelo largo suave, acompañas
su cabeza con las manos, primero con suavidad, después más fuerte, tirando
del cabello, haciendo daño. Ahora, recostados en el lecho, ella te abraza
como a un hijo y sientes deseos de llorar, la abrazas fuerte.
Carla
decidió marcharse, la mudanza fue rápida, sigue trabajando en el despacho,
pero ya no vive contigo. La veo cenando a tu lado, paseando, tomando
una copa. Parece que todo sigue igual, aunque lo cierto es que ha conocido
a otro hombre. Sonríe y está más bella que nunca, con su cabello suelto
y su seguridad recuperada. Cómo nos hiere la paz ajena cuando nuestra
batalla interna no tiene visos de cesar, tu batalla, a pesar tuyo.
Te
devoraban los celos y dormías mal. Llegaste a la oficina con el rostro
rígido y cansado. Buscas la excusa, alzas la voz, atacas más que hablas,
seguro de tu poder ficticio. En tus manos están las cartas de despido,
te sientes capaz de destruir a los otros y crees que consigues tu objetivo,
pero al final las miradas ajenas son un puñal muy superior a tu pobre
resistencia.
Ahora
estás ahí, caído en un callejón. No ves la sangre. No hay nadie, sólo
ves tu cara en el espejo. Las farolas con su luz amarillenta acentúan
la palidez de tu rostro. Estás muerto, lo malo es que nadie te lo va
a decir, lo peor es que no tienes nombre.
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Justo
Gil de Saro
nació,
creció, estudió, se prostituyó, y sobrevive;
no tiene
relaciones sexuales con editores
ni reza
en las capillas literarias;
publica sólo
en eom porque sí y
también por eso.
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