e o m . tierra . 3 . septiembre 2001            
                     
       
        e o m . tierra . 3 . septiembre 2001  
       

Anónimo cadáver.

Justo Gil de Saro

 
       
     

 

 

Lo supe aquella noche, o más bien debería decir que confirmé lo que ya sabía. Verte gritar con la ayuda o la excusa del alcohol, mientras caminabas con torpeza, balanceando ligeramente el cuerpo. Contemplar tu descontrol forzado para expresar cuánto te divertías. La salida a la calle con la botella de cerveza en la mano y el momento en el cual arqueaste el tórax y, desplazando el brazo derecho hacia atrás para lograr mayor impulso, lanzaste la botella contra el taxi. El gesto envalentonado, porque no estabas solo, frente al taxista indignado y sorprendido. Esa mirada tuya agresiva y temerosa a la vez, que tiene un brillo enajenado. La risa. Nuestra vergüenza disimulada. También yo había bebido lo suficiente como para no ver el aparador que sobresalía de la fachada ante la que pasamos. El golpe seco contra el cristal hizo estallar las carcajadas de Andrea y todos los demás empezaron a reír. Intenté recomponer con rapidez mis gafas y supongo que el gesto era lo suficientemente ridículo como para hacerles reír más. Después la cena, más copas, la resaca.

Recuerdo el día, algunos meses antes, que entraste en el despacho de Carla y empezasteis a discutir. El portazo cuando cerraste la puerta, algunos gritos sordos, amortiguados. Después Carla llorando, con sangre en los labios, despeinada, corriendo hacia la calle. Tu estabas pálido, la mirada perdida en el espacio, el cuerpo abandonado en la butaca. Siempre fuerzas el silencio a tu alrededor, la voz del miedo, y la impotencia es silenciosa, hasta que llega el grito.

La mataste. El color de la sangre, el cuerpo inerte y el espejo. Toda la habitación dentro de un espejo y tu mirada incrédula, los brazos caídos, en la mano derecha la pistola mirando al suelo.

De nuevo era mentira, una visión extraña en el espejo, un espejismo. Como cuando veías a tu padre, al entrenador o a tu socio afeitándose en tu cara, hablando por tu boca. ¿O eran ellos quienes te miraban?.

Te persigue esa sensación de no ser nadie, tal vez porque siempre pretendes ser el otro, aquel que tiene autoridad sobre los demás, sobre ti mismo. Padre, maestro, jefe, militar, todos te asustan y ese deseo de trasladar el miedo es tu condena.

Conducías con velocidad, con las luces largas incendiando el asfalto, las marcas reflectantes del arcén se suceden unas a otras con rapidez, pisas el acelerador hasta que son una línea continua y de pronto sales de la carretera en una curva, el coche da varias vueltas de campana. Te quedas atrapado entre los hierros y gritas, pero nadie te puede oír y las horas pasan lentas, dolorosas.

Aparcaste el coche en el jardín, la música se oía lejana y encendiste un cigarro, más tarde decidiste entrar. En la barra los hombres bebían acompañados o solos, esperando el momento oportuno. Ella es una rubia de anchas caderas y pechos firmes, te conoce hace algún tiempo y sabe lo que debe hacer. Llegáis a la habitación y te desnuda lentamente, meciéndose en la dulce canción que entona con la boca cerrada o entreabierta. Acaricia tus muslos y se despoja de las medias y otros mínimos encajes. La tienes frente a frente, te muerde con los labios, pasa su lengua por el cuello, los pezones, el ombligo, se arrodilla. Miras su pelo largo suave, acompañas su cabeza con las manos, primero con suavidad, después más fuerte, tirando del cabello, haciendo daño. Ahora, recostados en el lecho, ella te abraza como a un hijo y sientes deseos de llorar, la abrazas fuerte.

Carla decidió marcharse, la mudanza fue rápida, sigue trabajando en el despacho, pero ya no vive contigo. La veo cenando a tu lado, paseando, tomando una copa. Parece que todo sigue igual, aunque lo cierto es que ha conocido a otro hombre. Sonríe y está más bella que nunca, con su cabello suelto y su seguridad recuperada. Cómo nos hiere la paz ajena cuando nuestra batalla interna no tiene visos de cesar, tu batalla, a pesar tuyo.

Te devoraban los celos y dormías mal. Llegaste a la oficina con el rostro rígido y cansado. Buscas la excusa, alzas la voz, atacas más que hablas, seguro de tu poder ficticio. En tus manos están las cartas de despido, te sientes capaz de destruir a los otros y crees que consigues tu objetivo, pero al final las miradas ajenas son un puñal muy superior a tu pobre resistencia.

Ahora estás ahí, caído en un callejón. No ves la sangre. No hay nadie, sólo ves tu cara en el espejo. Las farolas con su luz amarillenta acentúan la palidez de tu rostro. Estás muerto, lo malo es que nadie te lo va a decir, lo peor es que no tienes nombre.

 

 

     
 

Justo Gil de Saro

nació, creció, estudió, se prostituyó, y sobrevive;
no tiene relaciones sexuales con editores
ni reza en las capillas literarias;
publica sólo en eom porque sí y también por eso.

 
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