Cacho
era un puntero, un delegado barrial, fiel al dr. Lacra, a quien
voy a evitar de nombrar más de lo necesario, para no depararle
la eventualidad de alguna gloria ocasional ya que lo considero detestable.
La mujer de Cacho, esperaba un bebé que debería nacer
por los mismos días que mi hija Rocío. El hijo de
Cacho nació sin control sanitario y por la fuerza como un
mes después , era un niño enorme.
Tres meses después, una mañana de trabajo, como todas;
me reuní con Lacra en uno de los grises bares de la zona
de Tribunales, el calor del bar, que contrastaba con el frío
del invierno, era reconfortante. Nos reuníamos, como todos
los días, para repartirnos los escritos que debíamos
repartir y las audiencias a las que debíamos concurrir.
No sabés lo que pasó me dijo.
No, ¿Qué pasó? respondí.
Murió el nene de Cacho dijo.
Que la muerte blanca, que una lesión cardíaca durante
el parto; que la salita del barrio estaba cerrada y no lo atendieron
y cuando llegaron a la ruta estaba muerto. La muerte del infante
daba la impresión de que tal vez, con los debidos cuidados,
se podría haber evitado .
Tengo que ir al velatorio, ¿me acompañás?
dijo Lacra.
Y... bueno respondí.
Fuimos por la ruta tres hasta un poco mas allá de Isidro
Casanova; doblamos a la derecha y la rural se deslizaba, bajo una
llovizna tenue, entre la tosca y el barro, dos o tres kilómetros.
Era otro mundo, paupérrimo, gente que vivía entre
chapas y barro, tan cerca de Buenos Aires, eran veinte o treinta
kilómetros. Llegamos a la casa de Cacho, una casilla pequeña
que con esfuerzo trataba de levantarse con ladrillos; con el mismo
esfuerzo que criaba esos conejos patéticamente gordos, para
la pobreza del lugar. Conejos gordos y chicos descalzos, con canillas
flacas. El niño muerto como un angelito en el pequeño
ataúd blanco rodeado de vecinos y familiares, doloridos y
resignados. ¿Cómo saber que esa era la Argentina que
nacía mísera fruto de nuestra propia indiferencia?
Cuando regresé del velatorio, recuerdo que estuve tres meses
despertándome de noche y dirigiéndome hasta la cuna
de mi niña para después de mirarla unos instantes
poner mi dedo índice debajo de sus fositas nasales, para
asegurarme que respiraba y después poder irme a dormir tranquilo.
Cuando recuerdo a ese niño muerto y pienso en tantos que
mueren cada día, por causas evitables, vienen a mi mente
los versos de Bob Dylan:
Cuanta gente deberá morir
para que entiendan
Que ya ha muerto
demasiada gente.
©
Juan
José Catalano
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