16
noviembre 2002

 

Juan
 Diego

Incardona

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Minotauro

 

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16
noviembre 2002

Juan
 Diego

Incardona


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Minotauro

 

     El silencio llenará tus cavernas en la última oración de este relato; en el viaje, las palabras hurgarán en tu agonía, y cuando las tardes se desvanezcan en la palidez de tus sueños brotará el mío sobre tus manos heridas. Mutilaré tus tiempos con un fin: mi fertilidad.
     Conozco tu historia, yo la inventé:
     Caminabas.
     Las estrechas calles de la ciudad se entrelazaban a tu alrededor y dibujaban figuras que sólo podían verse desde las alturas, quizá desde los balcones del Palace Hotel. Allí te esperaba el padre de Hipólito.
     Un hotel antiguo, la puerta, sin embargo, era moderna, giratoria.
     —Voy a la habitación 77.
     —¿Me permite su documento?
La vista se te perdía en la escalera del fondo, una suerte de embudo adonde se arremolinaba y escurría la gran sala de recepción.
     —Muy bien. Vaya por la escalera al segundo piso, allí doble a la derecha y busque una nueva escalera que lo llevará a un entrepiso. Una vez allí, doble a la izquierda hasta que el pasillo se abra en dos, elija el de la derecha y camine, atraviese los portones de seguridad y llegue al fondo hasta la puerta 14. Toque con tres golpes porque sino no le abrirán. Vaya que lo están esperando. El documento debo retenerlo mientras permanezca en el edificio, puede venir a buscarlo antes de irse. Si no estoy yo, pídaselo a un joven alto y flaco, que él se lo dará. No debe pedírselo al otro joven, que también es alto pero gordo, bajo ninguna circunstancia. Es preferible que vuelva otro día.
     —Usted dijo la puerta 14 y yo debo ir a la puerta 77.
     —Lo sé, pero no hay forma de ir a la habitación 77, sin pasar antes por la 14. Y ahora vaya, ¿recuerda cómo ir?
     —No estoy seguro.
     —Vaya. Cualquier cosa, si duda o cree perderse, pregúntele a alguien del personal de limpieza o de seguridad.
     —Gracias.
Primer escalón, segundo, tercero, cuarto, desde arriba llegaban sonidos extraños. Parecían golpes de metales. Además se oían los lamentos de una mujer. Primer piso, muchas puertas, ninguna ventana, un hombre pasaba y repasaba un trapo húmedo sobre la cerámica del pasillo.
     —Disculpe —te dirigiste a él—, ¿la puerta 14 queda en el primer o segundo piso?
Las lámparas que colgaban del techo se multiplicaban y se juntaban en el fondo de la perspectiva, al final de un corredor vaporoso y difuso como un espejismo.
     —No nos está permitido dar esa clase de información, pero —el hombre bajó la voz y se acercó a tu oído—, entre nosotros y esto es lo más que puedo decirle, todos los pisos tienen una puerta 14.
     —Pero...
     —Lo siento, no puedo decirle nada más, que Dios lo ayude.
     Pensabas darle una moneda pero no hubo tiempo, porque el hombre se alejó rápido de vos, espiándote por momentos y desapareciendo, luego de muchas lámparas.
     Querías pensar y elegir una opción: derecha o izquierda, subir o bajar, abrir o no abrir puertas. Estabas solo pero tenías la impresión de que alguien te miraba. Muchas puertas, muchas lámparas, muchas baldosas, ninguna ventana. Querías decidir pero las opciones crecían y se bifurcaban.
     LasopcionesprolíficasElhormiguerodeposibilidades Rizoma LocuraTuviste que sentarte en el suelo: Estabas mareado.
     Las opciones dividían tu identidad.
     No tengo pensado contar otra historia que no sea la verdadera. Así pues, deberías desesperarte, creer cualquier cosa, correr, buscar la salida, llorar, sentarte, gritar, ser un animal enjaulado y a veces un hombre, ser un hombre enjaulado que se siente animal, sin razón, sin análisis, sólo olfato y tacto, olfato y oído, olfato y olfato, reptando en la asquerosa cerámica, revolcándote y rascándote.
     La locura trae al olvido. O viceversa.
     Pasaron los años.
     "¿Qué puerta? ¿Qué número? ¿Qué piso? ¿Cuántos golpes? ¿Cuántos escalones? ¿Cuántas baldosas? ¿Cuántas lámparas? ¿Qué puerta? ¿Qué número? ¿Qué piso? ¿Cuántos golpes?...
     Conozco tu historia, yo la inventé:
     Te arrastrabas.
     Tal vez pensabas en campos y en tardes, tus ojos estaban rojos. Me acerqué a vos para espiarte mejor y cuanto más lo hacía más te atrapaba mi escritura. De vez en cuando bramabas tus quejas, que vanamente golpeaban todas las puertas cerradas de mi texto. Y en este laberinto de signos ambiciosos, donde habita tu realidad y tu angustia —todo es mi culpa—, querés morir.
     He decidido reparar los males que hice:
     No sabés qué piso ni qué puerta, qué lugar de estas páginas estaba destinado. Pero yo sí. Te movías junto a la pared y rozaste sin querer la puerta 14 del entrepiso del segundo piso: Primer golpe. Te sentiste cansado y te echaste: la cabeza golpeó involuntariamente la puerta: Segundo golpe. Pasaron pocos segundos y te levantaste nuevamente, había que continuar la búsqueda eterna, el flagelo interminable del laberinto. Otra vez rozaste la puerta: Tercer golpe.
     Pintando un deseo, el movimiento de la puerta 14 dibujaba hacia adentro. Miraste, ya nada parecía sorprenderte, pero aún así, olfato y olfato, ingresaste. Dentro del cuadro de la puerta 14 había otro, tenía pintado dos números iguales. Primero un siete, correspondiente a siete jóvenes varones, junto a él otro siete, correspondiente a siete jóvenes mujeres. Mi puerta contra tu mirada fija parecía devolverte algo de tu antiguo entendimiento. Y ya no llamaste de ninguna forma. De pie, abriste la puerta, mi puerta. Y allí estaba yo, por fin, a tu encuentro. Me dijiste:
     —Usted es el padre de Hipólito.
     —Soy el padre de Hipólito.
     Me mirabas. Yo agregué:
     —Soy de Atenas, hijo de Egeo.
     Me mirabas siempre. Te dije:
     —Teseo es mi nombre.
     Te pusiste de rodillas ante mí, levantaste bien la cabeza, tus manos estaban lastimadas, uno de tus cuernos se había roto, yo te miraba, te miraba siempre. Me hablaste por última vez:
     —¿Y cuál es mi nombre?
     —Minotauro —te dije, y te hundí el cuchillo hasta el fondo de la garganta.
     Moriste con gesto manso, tu boca esbozaba una leve sonrisa. Tal vez pensabas en campos y en tardes, tus ojos estaban rojos.
     Después, una mujer apareció frente a mi puerta, pero ¡basta!, ya he desenrollado todo el hilo de esta madeja.

 

© Juan Diego Incardona

 

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