13
julio - agosto 2002

 

Sergio
   Borao

   Llop

Datos en el
índice de autores

 

 

 

    De una noche   de verano

.

.
eom
volver a Tierra

 

 

 

 

 

 

13
julio - agosto 2002

Sergio
   Borao

   Llop


eom
volver a Tierra
De una noche de verano

 

       Y aunque su nombre real sea otro, haya de ser forzosamente otro, fue Carmen para mí desde aquel primer atardecer y para siempre.

        Así, la recuerdo Carmen sentada a poca distancia de mi propia atalaya de hombre solitario, acodada en la barra del bar, rodeada por el ruido e indiferente a él. El ruido del partido de fútbol en la tele, el ruido de los comentarios más o menos eruditos en materia deportiva, de las risas, el ruido de los cubitos al despeñarse en los vasos, el ruido amortiguado de la calle. Y entonces sobrevino el gol, el jolgorio, el griterío general; y ella me miró con sus ojos grandes, tristes.

        Tal vez me encogí de hombros o aspiré resignadamente mi cigarrillo o me quedé mirándola. La recuerdo Carmen tomando cerveza mejicana, fumando con delatora insistencia, charlando a ratos con la camarera, a ratos mirándome, como una invitación al diálogo, a la plática, a ese otro orden ajeno a la tarde futbolística y a las sonoras voces de aquellos otros, que deslizaban furtivas miradas a sus muslos, a la sugerente abertura de su vestido rojo. Pensé en una siniestra bandada de buitres ruidosos y acechantes, en espera de una oportunidad ventajosa para lanzarse en picado sobre la presa indefensa.

       Curioso que Carmen, porque al fin y al cabo, lo mismo hubiera podido ser Diana (por un algo salvaje que se intuía en sus gestos) o Dolores (a causa del pelo negro, de la cerveza, de un deje desdichado en sus pupilas) pero así y todo, Carmen, delgada, pequeña, de frágil apariencia, leve, adorable, y no obstante, un no sé qué de majestuoso emanando de sus formas suaves, cadenciosas, acariciantes.

       Después, hubo otras tardes en que la vi en el Pub. A veces, sentado en la sombreada terraza, la veía llegar caminando con precisa desenvoltura. A veces, nos saludábamos con brevedad. Nunca supe o quise acercarme a ella. Acaso me impresionaba su presumible fortaleza, su inquebrantable independencia. En cualquier caso, hubo noches en las que no me fue posible evitar una sonrisa ante su desmesurada alegría. Y sin embargo, yo la observaba y presentía que algo negro y viscoso se debatía en lo más profundo de su corazón. Que sus exagerados ademanes, su verbo fácil, sus aparentes ganas de vivir, no eran más que una representación, destinada a la admiración o al reconocimiento, tal vez al aplauso. Ni un sólo minuto dudé de su desdicha.

       Pero cómo suponer que aquella noche (aunque llevaba tres o cuatro días inquieto, como presagiando una tormenta eléctrica o un descarrilamiento) ella vendría de aquel modo, tan borracha y, a pesar de todo, tan radiante con su pantaloncito corto y su irrefrenable rebeldía. Cómo suponer que sus risas, semejantes a una catarata de espuma, ocultaban el tremendo deseo de llorar. Cómo haber previsto que habría que llevarla a casa (no podíamos permitir que condujese en ese estado -y con esa pena-) y que yo, no sin sorpresa, habría de ofrecerme a ello (por mero afán de ser útil, por el simple deseo inocuo de permanecer unos minutos cerca de ella, a solas con ella que me miraba).

       Y, ya puestos a especular, cómo haber evitado aquel otro bar que se cruzó en nuestro camino, donde ella bailó para mí, donde su cuerpo menudo se arqueaba y se ceñía al mío, produciéndome una extraña sensación, mezcla de deseo y ternura y acaso algo de temor. Y todo así porque yo no veía en ella a la mujer fuerte, autosuficiente, a veces irascible, que tanto se esforzaba en parecer y cuyo papel interpretaba con tanto éxito. Tan sólo me era dado vislumbrar, a través de sus máscaras, a la muchacha de carne tibia y alma errante que batallaba constantemente por disimular su dolor, a la chica salvaje y adorable que edificaba día a día un muro de risas para frenar el ímpetu arrollador de la desesperación.

       Cómo no acompañarla luego a su apartamento, que me pareció enorme y vacío, sobre todo vacío a pesar de los cuidados muebles y las luces y el vistoso empapelado de las paredes. Y una vez allí, cuando ya mi misión había sido cumplida y me disponía a regresar al Pub, estalló en mil pedazos el dique que contenía su amargura y rompió a llorar sin frenos ni maquillajes falsos. Cómo consentir esas terribles lágrimas que no cesaban de brotar. Cómo haber evitado besarla, intentando procurarle el efímero consuelo de unas breves caricias. Sí, fui yo quien la desnudó con ilimitado cariño, quien acariciaba su cuerpo y lamía la sal de sus lágrimas, quien sentía crecer, intolerable, el fuego del deseo en todos los rincones de la carne. Pero lo mismo quise marcharme, posponer tan anhelado encuentro alegando excusas banales, mas era ella quien rogaba que me quedase, que siguiese besándola, que secase sus mejillas con mis labios. ¿Quién se hubiese resistido a ese ruego, cuando cada fibra de mi cuerpo me exigía su contacto, cuando todo reclamaba mi presencia allí, a su lado, entre las sábanas? Aún mi mente quiso eludir esos labios entreabiertos, ese cuerpo moreno y ansioso, esos ojos suplicantes como cadenas aterciopeladas. Pero ya mis manos recorrían, irreverentes, la tan deseada geografía de sus altiplanicies, sus volcanes, sus desiertos de fuego y sal; mi boca, ávida, buscaba con frenesí su lengua, sus pezones erectos; las palabras surgían como ajenas; algo ardía en mi frente. En algún momento, sus ojos dictaron una orden inaplazable. Sentí que no hacerle el amor hubiera representado una traición, que hubiese sido como negar toda aquella noche y tal vez negarla a ella y a mí mismo, y sobre todo, causar un sufrimiento estéril. De este modo, fui caminante extraviado en el matorral intenso de su pubis, maravillado navegante por el mar tempestuoso de su sexo, impetuoso amante, labio, alga y ola, madera a la deriva, tempestad y resaca; quise ser su consuelo, su libertad, su brújula, el árbol de los frutos de la calma.

       Cuando me marché, sin embargo, aun pude escuchar culpablemente el eco angustioso de su llanto sobre la almohada.

       Cabizbajo, alegre, confuso, acaso también algo triste (por no haber conseguido apaciguar la sed de Carmen, por no haber sido capaz de acallar la histeria de ratas desbordadas en sus entrañas) llegué a mi casa y conseguí dormir. Al otro día, un poco desorientado aún, fatigué las calles, me dejé caer por la estación, visité comercios en los que adquirí libros e inútiles utensilios para mis inminentes vacaciones, charlé con ancianos y con bonitas vendedoras, crucé avenidas, me refugié en las zonas de sombra y en algún bar, pero todo de un modo mecánico, como un autómata programado realizando actos que no alcanza a comprender, y mientras me observaba desde afuera y todo era Carmen en ese ir y venir y detenerse frente al disco rojo del semáforo inclemente.

       Ya por la noche, acudí al Pub, pero ella no estaba. Las banquetas verdes, la terraza calurosa, los ruidos cotidianos, los autos mal aparcados, la enorme luna allá arriba, todo era Carmen desgarrándome por dentro, todo Carmen esparciéndose por la atmósfera y gritando caricias en secreto, todo Carmen amoldándose a la noche y a las tímidas ráfagas de una naciente brisa triste que en esa hora silente ya delataba su insufrible ausencia.

       No era enamorarse, pero cómo explicar esa extraña opresión en la boca del estómago, esa falta de apetito, esa desmesurada necesidad de oxígeno, esa sed. Porque los otros hablaban y hablaban y reían forzadamente entre sorbo y sorbo de sus menguantes copas, a través del humo y el calor, y todo eso era también Carmen deslizándose callada y menuda sobre mi vaso vacío. Las gentes pasaban con inútil rapidez frente a mí, en busca de algún lugar donde beber y bailar y enloquecer un poco en esas breves horas de, llamémosla, libertad condicional, y miraban con disimulo hacia el interior semivacío del Pub, como un ansia irrefrenable de descubrir mundos desconocidos y acaso atrayentes, y todo eso era también Carmen lloviendo desganadamente sobre mi rostro, todo Carmen sin máscaras, Carmen rodeándome y anegando, sin saberlo, mi respiración. Y entonces, con un asomo de resignación, encender un cigarrillo, con un cansado gesto pedir otra cerveza, sentir sin amargura como van llegando las brumas de la incipiente borrachera y Carmen allí, entre mis venas y en cambio tan lejos. No, no era enamorarse, pero Carmen, a pesar de todo Carmen y el insoportable vacío de su cuerpo ausente entre mis dedos.

       Al otro día llovió y la eché de menos. Y seguí echándola de menos en días sucesivos. Días que se iban marchitando en medio de una asfixiante monotonía repleta de coches rojos que nunca eran su coche y conversaciones estereotipadas en las que yo apenas intercalaba brevísimos monosílabos mientras mi mirada se perdía en la abrumadora lejanía de las avenidas sin nadie y todo seguía siendo Carmen sin Carmen, con los minutos eternizándose, sólo para anunciar, inclementes, que ella nunca llegaba. Todo como un incendio de gatos en mis entrañas, un vaivén de miradas interrogantes sin respuesta, una sucesión interminable de imágenes y sonidos que evocaban su esencia, un indagar números de teléfono, horarios, costumbres.

       Todo me ardía en esos días, todo era una balanza oscilante donde se hacía imposible precisar si ella me había utilizado en un momento de insaciable apetito sexual, o por el contrario, fui yo quien la había defraudado, abandonándola a su pena cuando más necesaria le hubiera resultado mi compañía, negándole el consuelo de unos minutos abrazándola en silencio y dejando que sus demonios se fuesen adormeciendo entre susurros y palabras cálidas y besos solidarios. Pero era tan dulce dejarse deslizar al sueño, y en ese duermevela, imaginar su rostro, dibujar su sonrisa y verla aparecer, de pronto, con el pelo suelto, con sus ágiles movimientos de pantera arrojándose sobre mi sueño, de forma que, por la noche, todo era también Carmen entre vuelta y vuelta de mi cuerpo abrazado a la almohada que era también Carmen besándome con ternura y guiando mi espíritu hacia esos otros territorios en los que no existe el dolor.

       O todo lo contrario, porque en el oscuro fondo de sus ojos latía un pozo de serpientes, una laguna negra, un páramo volcánico, pero así y todo, juntos, cogidos de la mano, desafiando demonios y acantilados en penumbra, entrelazados, como una última esperanza de regreso a este lado, donde aún existe un valle de incomparable verdor en el que retozar libres y olvidados.

       Y despertar con ese sabor, con el rostro de Carmen aún mirándome desde el espejo de la madrugada mientras nos cepillamos los dientes, y pasar luego a lo otro, a ese rodar acelerado porque las siete menos cuarto y la ciudad repleta de vehículos que hay que sortear peligrosamente para no llegar tarde al trabajo, a ese inútil stress que se nos va llevando sin que seamos capaces de detenernos en nuestra loca carrera para preguntarnos adónde, para reclamar un segundo de paz, un remanso de cordura.

       Pero allí, en la soledad de la máquina, de nuevo Carmen como sentada sobre el monótono chak-chak de los pliegos de papel que van doblándose y se amontonan en la mesa tras la que los ojos de Carmen parecen perderse en otros ensueños y por eso, fumar de nuevo para sentirla cerca, para abrazarla en el humo que se eleva, para envolverla en el fuego que baja a mis pulmones.

       Sé que no he de volver a verla. Pronto llegarán las vacaciones y al regreso nada será lo mismo, porque una de estas noches, lo sé, vencerán las bestias que se agitan en lo más hondo de su entraña. De nada servirá entonces mi espada de cariño, de nada tratar de despertar para traerla de vuelta a este lado. Todo se habrá perdido y, aunque volvamos a vernos, no hemos de reconocernos entre ese humo tan diferente y esas hondonadas repletas de noches solitarias y rostros ajenos.

 

© Sergio Borao Llop

inicio

volver a Tierra