De
una noche de verano
Y
aunque su nombre real sea otro, haya de ser forzosamente otro, fue
Carmen para mí desde aquel primer atardecer y para siempre.
Así, la recuerdo Carmen sentada a poca distancia de mi propia
atalaya de hombre solitario, acodada en la barra del bar, rodeada
por el ruido e indiferente a él. El ruido del partido de
fútbol en la tele, el ruido de los comentarios más
o menos eruditos en materia deportiva, de las risas, el ruido de
los cubitos al despeñarse en los vasos, el ruido amortiguado
de la calle. Y entonces sobrevino el gol, el jolgorio, el griterío
general; y ella me miró con sus ojos grandes, tristes.
Tal vez me encogí de hombros o aspiré resignadamente
mi cigarrillo o me quedé mirándola. La recuerdo Carmen
tomando cerveza mejicana, fumando con delatora insistencia, charlando
a ratos con la camarera, a ratos mirándome, como una invitación
al diálogo, a la plática, a ese otro orden ajeno a
la tarde futbolística y a las sonoras voces de aquellos otros,
que deslizaban furtivas miradas a sus muslos, a la sugerente abertura
de su vestido rojo. Pensé en una siniestra bandada de buitres
ruidosos y acechantes, en espera de una oportunidad ventajosa para
lanzarse en picado sobre la presa indefensa.
Curioso
que Carmen, porque al fin y al cabo, lo mismo hubiera podido ser
Diana (por un algo salvaje que se intuía en sus gestos) o
Dolores (a causa del pelo negro, de la cerveza, de un deje desdichado
en sus pupilas) pero así y todo, Carmen, delgada, pequeña,
de frágil apariencia, leve, adorable, y no obstante, un no
sé qué de majestuoso emanando de sus formas suaves,
cadenciosas, acariciantes.
Después,
hubo otras tardes en que la vi en el Pub. A veces, sentado en la
sombreada terraza, la veía llegar caminando con precisa desenvoltura.
A veces, nos saludábamos con brevedad. Nunca supe o quise
acercarme a ella. Acaso me impresionaba su presumible fortaleza,
su inquebrantable independencia. En cualquier caso, hubo noches
en las que no me fue posible evitar una sonrisa ante su desmesurada
alegría. Y sin embargo, yo la observaba y presentía
que algo negro y viscoso se debatía en lo más profundo
de su corazón. Que sus exagerados ademanes, su verbo fácil,
sus aparentes ganas de vivir, no eran más que una representación,
destinada a la admiración o al reconocimiento, tal vez al
aplauso. Ni un sólo minuto dudé de su desdicha.
Pero
cómo suponer que aquella noche (aunque llevaba tres o cuatro
días inquieto, como presagiando una tormenta eléctrica
o un descarrilamiento) ella vendría de aquel modo, tan borracha
y, a pesar de todo, tan radiante con su pantaloncito corto y su
irrefrenable rebeldía. Cómo suponer que sus risas,
semejantes a una catarata de espuma, ocultaban el tremendo deseo
de llorar. Cómo haber previsto que habría que llevarla
a casa (no podíamos permitir que condujese en ese estado
-y con esa pena-) y que yo, no sin sorpresa, habría de ofrecerme
a ello (por mero afán de ser útil, por el simple deseo
inocuo de permanecer unos minutos cerca de ella, a solas con ella
que me miraba).
Y,
ya puestos a especular, cómo haber evitado aquel otro bar
que se cruzó en nuestro camino, donde ella bailó para
mí, donde su cuerpo menudo se arqueaba y se ceñía
al mío, produciéndome una extraña sensación,
mezcla de deseo y ternura y acaso algo de temor. Y todo así
porque yo no veía en ella a la mujer fuerte, autosuficiente,
a veces irascible, que tanto se esforzaba en parecer y cuyo papel
interpretaba con tanto éxito. Tan sólo me era dado
vislumbrar, a través de sus máscaras, a la muchacha
de carne tibia y alma errante que batallaba constantemente por disimular
su dolor, a la chica salvaje y adorable que edificaba día
a día un muro de risas para frenar el ímpetu arrollador
de la desesperación.
Cómo
no acompañarla luego a su apartamento, que me pareció
enorme y vacío, sobre todo vacío a pesar de los cuidados
muebles y las luces y el vistoso empapelado de las paredes. Y una
vez allí, cuando ya mi misión había sido cumplida
y me disponía a regresar al Pub, estalló en mil pedazos
el dique que contenía su amargura y rompió a llorar
sin frenos ni maquillajes falsos. Cómo consentir esas terribles
lágrimas que no cesaban de brotar. Cómo haber evitado
besarla, intentando procurarle el efímero consuelo de unas
breves caricias. Sí, fui yo quien la desnudó con ilimitado
cariño, quien acariciaba su cuerpo y lamía la sal
de sus lágrimas, quien sentía crecer, intolerable,
el fuego del deseo en todos los rincones de la carne. Pero lo mismo
quise marcharme, posponer tan anhelado encuentro alegando excusas
banales, mas era ella quien rogaba que me quedase, que siguiese
besándola, que secase sus mejillas con mis labios. ¿Quién
se hubiese resistido a ese ruego, cuando cada fibra de mi cuerpo
me exigía su contacto, cuando todo reclamaba mi presencia
allí, a su lado, entre las sábanas? Aún mi
mente quiso eludir esos labios entreabiertos, ese cuerpo moreno
y ansioso, esos ojos suplicantes como cadenas aterciopeladas. Pero
ya mis manos recorrían, irreverentes, la tan deseada geografía
de sus altiplanicies, sus volcanes, sus desiertos de fuego y sal;
mi boca, ávida, buscaba con frenesí su lengua, sus
pezones erectos; las palabras surgían como ajenas; algo ardía
en mi frente. En algún momento, sus ojos dictaron una orden
inaplazable. Sentí que no hacerle el amor hubiera representado
una traición, que hubiese sido como negar toda aquella noche
y tal vez negarla a ella y a mí mismo, y sobre todo, causar
un sufrimiento estéril. De este modo, fui caminante extraviado
en el matorral intenso de su pubis, maravillado navegante por el
mar tempestuoso de su sexo, impetuoso amante, labio, alga y ola,
madera a la deriva, tempestad y resaca; quise ser su consuelo, su
libertad, su brújula, el árbol de los frutos de la
calma.
Cuando
me marché, sin embargo, aun pude escuchar culpablemente el
eco angustioso de su llanto sobre la almohada.
Cabizbajo,
alegre, confuso, acaso también algo triste (por no haber
conseguido apaciguar la sed de Carmen, por no haber sido capaz de
acallar la histeria de ratas desbordadas en sus entrañas)
llegué a mi casa y conseguí dormir. Al otro día,
un poco desorientado aún, fatigué las calles, me dejé
caer por la estación, visité comercios en los que
adquirí libros e inútiles utensilios para mis inminentes
vacaciones, charlé con ancianos y con bonitas vendedoras,
crucé avenidas, me refugié en las zonas de sombra
y en algún bar, pero todo de un modo mecánico, como
un autómata programado realizando actos que no alcanza a
comprender, y mientras me observaba desde afuera y todo era Carmen
en ese ir y venir y detenerse frente al disco rojo del semáforo
inclemente.
Ya
por la noche, acudí al Pub, pero ella no estaba. Las banquetas
verdes, la terraza calurosa, los ruidos cotidianos, los autos mal
aparcados, la enorme luna allá arriba, todo era Carmen desgarrándome
por dentro, todo Carmen esparciéndose por la atmósfera
y gritando caricias en secreto, todo Carmen amoldándose a
la noche y a las tímidas ráfagas de una naciente brisa
triste que en esa hora silente ya delataba su insufrible ausencia.
No
era enamorarse, pero cómo explicar esa extraña opresión
en la boca del estómago, esa falta de apetito, esa desmesurada
necesidad de oxígeno, esa sed. Porque los otros hablaban
y hablaban y reían forzadamente entre sorbo y sorbo de sus
menguantes copas, a través del humo y el calor, y todo eso
era también Carmen deslizándose callada y menuda sobre
mi vaso vacío. Las gentes pasaban con inútil rapidez
frente a mí, en busca de algún lugar donde beber y
bailar y enloquecer un poco en esas breves horas de, llamémosla,
libertad condicional, y miraban con disimulo hacia el interior semivacío
del Pub, como un ansia irrefrenable de descubrir mundos desconocidos
y acaso atrayentes, y todo eso era también Carmen lloviendo
desganadamente sobre mi rostro, todo Carmen sin máscaras,
Carmen rodeándome y anegando, sin saberlo, mi respiración.
Y entonces, con un asomo de resignación, encender un cigarrillo,
con un cansado gesto pedir otra cerveza, sentir sin amargura como
van llegando las brumas de la incipiente borrachera y Carmen allí,
entre mis venas y en cambio tan lejos. No, no era enamorarse, pero
Carmen, a pesar de todo Carmen y el insoportable vacío de
su cuerpo ausente entre mis dedos.
Al
otro día llovió y la eché de menos. Y seguí
echándola de menos en días sucesivos. Días
que se iban marchitando en medio de una asfixiante monotonía
repleta de coches rojos que nunca eran su coche y conversaciones
estereotipadas en las que yo apenas intercalaba brevísimos
monosílabos mientras mi mirada se perdía en la abrumadora
lejanía de las avenidas sin nadie y todo seguía siendo
Carmen sin Carmen, con los minutos eternizándose, sólo
para anunciar, inclementes, que ella nunca llegaba. Todo como un
incendio de gatos en mis entrañas, un vaivén de miradas
interrogantes sin respuesta, una sucesión interminable de
imágenes y sonidos que evocaban su esencia, un indagar números
de teléfono, horarios, costumbres.
Todo
me ardía en esos días, todo era una balanza oscilante
donde se hacía imposible precisar si ella me había
utilizado en un momento de insaciable apetito sexual, o por el contrario,
fui yo quien la había defraudado, abandonándola a
su pena cuando más necesaria le hubiera resultado mi compañía,
negándole el consuelo de unos minutos abrazándola
en silencio y dejando que sus demonios se fuesen adormeciendo entre
susurros y palabras cálidas y besos solidarios. Pero era
tan dulce dejarse deslizar al sueño, y en ese duermevela,
imaginar su rostro, dibujar su sonrisa y verla aparecer, de pronto,
con el pelo suelto, con sus ágiles movimientos de pantera
arrojándose sobre mi sueño, de forma que, por la noche,
todo era también Carmen entre vuelta y vuelta de mi cuerpo
abrazado a la almohada que era también Carmen besándome
con ternura y guiando mi espíritu hacia esos otros territorios
en los que no existe el dolor.
O
todo lo contrario, porque en el oscuro fondo de sus ojos latía
un pozo de serpientes, una laguna negra, un páramo volcánico,
pero así y todo, juntos, cogidos de la mano, desafiando demonios
y acantilados en penumbra, entrelazados, como una última
esperanza de regreso a este lado, donde aún existe un valle
de incomparable verdor en el que retozar libres y olvidados.
Y
despertar con ese sabor, con el rostro de Carmen aún mirándome
desde el espejo de la madrugada mientras nos cepillamos los dientes,
y pasar luego a lo otro, a ese rodar acelerado porque las siete
menos cuarto y la ciudad repleta de vehículos que hay que
sortear peligrosamente para no llegar tarde al trabajo, a ese inútil
stress que se nos va llevando sin que seamos capaces de detenernos
en nuestra loca carrera para preguntarnos adónde, para reclamar
un segundo de paz, un remanso de cordura.
Pero
allí, en la soledad de la máquina, de nuevo Carmen
como sentada sobre el monótono chak-chak de los pliegos de
papel que van doblándose y se amontonan en la mesa tras la
que los ojos de Carmen parecen perderse en otros ensueños
y por eso, fumar de nuevo para sentirla cerca, para abrazarla en
el humo que se eleva, para envolverla en el fuego que baja a mis
pulmones.
Sé
que no he de volver a verla. Pronto llegarán las vacaciones
y al regreso nada será lo mismo, porque una de estas noches,
lo sé, vencerán las bestias que se agitan en lo más
hondo de su entraña. De nada servirá entonces mi espada
de cariño, de nada tratar de despertar para traerla de vuelta
a este lado. Todo se habrá perdido y, aunque volvamos a vernos,
no hemos de reconocernos entre ese humo tan diferente y esas hondonadas
repletas de noches solitarias y rostros ajenos.
©
Sergio
Borao Llop
|