Sacudí el mantel en el porche. Habíamos cenado
fiambres con pan de molde y tarta de yoghurt. Me quedé
observando la casa de Al, al otro lado del camino (en realidad
se llama Alfonso o Alejandro o Alfredo, no lo recuerdo). La
luz de la sala de estar estaba encendida.
Entonces salió: se dirigió al garaje, puso el
coche en marcha, dio un par de acelerones y levantó una
estela de humo en dirección a la ciudad.
Me metí en casa y cerré con llave; Mónica,
mi mujer, estaba echada en el sofá: leía un libro
sobre dietética. El televisor tenía el volumen
muy bajo.
-Al ha salido -digo.
Me mira por encima del libro.
-No volverás a las andadas ¿verdad? Prométemelo.
-Simplemente estaba sacudiendo el mantel. Te lo prometo.
Mónica deja el libro; apoya los dedos en el suelo y,
dando una pequeña sacudida, se sienta. Yo sigo de pie,
con los puños apretados, en los bolsillos.
En la tele se escuchan risas y aplausos y música. El
público, histérico, se pone de pie. Aparecen los
créditos.
-Me apetece un café ¿quieres uno? -pregunto.
-No. Me voy a la cama. Tu deberías hacer lo mismo.
Se levanta y se anuda el cinturón de la bata. Apaga el
aparato; me da un beso en la mejilla y susurra: buenas noches.
No enciendo la luz. Aparto las cortinas de la ventana. Cambio
el filtro, pongo un par de cucharadas de torrefacto y pulso
el botón. La cafetera emite un ronroneo. Me siento en
el taburete. Pocos minutos después veo cómo dos
faros se acercan a toda velocidad; el coche reduce la marcha,
gira haciendo rechinar las ruedas y se mete en el garaje. Hay
suficiente luz como para distinguir que Al ha vuelto acompañado.
Silencio. Escucho el gotear del café. Tengo una corazonada.
Lleno la pipa de half and half, enciendo una cerilla y la aplico
al borde; chupo con fuerza. Una nube de humo se pega en el cristal,
diluyéndose. Me sirvo una taza y doy un sorbo, Sin azúcar.
*
* *
Al
y Beatriz, su mujer, se mudaron hace un dos de años.
Cada fin de semana hacen una barbacoa en el jardín e
invitan a sus amigos. A nosotros nos han convidado tres veces;
comimos carne quemada y salchichas aceitosas. Me puse perdido.
No es cierto que Al me caiga antipático; simplemente
no lo aguanto. No soporto sus continuos puñetazos en
el hombro a modo de saludo o incitándome a reírme
de sus chistes.
Mónica lo encuentra muy divertido. Para ella es un tipo
campechano y dicharachero. En cambio, Beatriz, es una mojigata;
da la impresión de que en cualquier momento vaya a tener
una crisis de llanto.
Hace unas noches, alrededor de las doce, Mónica se despertó
y fue a la cocina por un vaso de leche. Entonces lo vio: un
tipo rondaba la casa de Al.
Me
despertó y llamamos a la policía.
A los cinco minutos llegó un coche patrulla, con las
luces azules destellando en la oscuridad. Mónica y yo
salimos al porche en el momento en que detenían al individuo.
Mónica se apretó a mí y dijo: ¡Dios
mío!.
Los
agentes, uno a cada lado, lo habían inmovilizado sujetándolo
por los brazos y las axilas. Al llevaba una bata de franela,
desabrochada, con el cinturón colgando.
Se
quedó quieto; mirándome.
-¡Llama
a mi abogado! -gritó.
Bajé los dos escalones, crucé el jardín
y me planté ante los tres.
-No seas idiota Al, tú no tienes abogado.
Los policías se miraron desconcertados. Después,
clavaron sus ojos en mí.
-Lo siento -dije. Ha sido una confusión.
-¿Una confusión? -repitió el más
joven.
-¿Confusión? -remarcó Al.
Las luces de su casa estaban encendidas; Beatriz salió
corriendo, con los brazos abiertos, gimoteando. Iba descalza
y vestía un camisón transparente. Deberían
prohibir la venta de estos artículos a ciertas mujeres,
pensé.
-No habrás sido tú quién ha llamado a la
policía -dijo Al entre dientes.
Beatriz se colgó de su cuello.
-¿Conoce a este hombre? -me preguntó uno de los
policías.
-Sí -. Tragué saliva. Dije: es mi vecino.
Me dirigí hacia Al con la intención de explicarme.
Balbucee: Lo siento mucho. Mónica vio a alguien rondando
por la casa y pensamos...
-¡Me ha visto a mí! ¡A mí! ¡te
enteras? -gritó Al -. Miró a uno de los agentes:
estaba fumigando. Nada más. Fumigando -remarcó.
-¿A estas horas de la noche? -. El agente se sacó
la gorra y pasó el brazo por la frente.
Al estaba cabreado. Beatriz continuaba, literalmente, colgada
de su cuello.
El policía se dirigió al coche y habló
por radio. Al cabo de un rato volvió y dijo: Bien, váyanse
a dormir. No ha sucedido nada -. Miró a su compañero
y le murmuró: ganas de jodernos la noche.
Se fueron al coche, jugueteando con las porras y ajustándose
el cinturón. El vehículo arrancó, dio la
vuelta y se largó con la sirena ululando.
Reiteré mis disculpas. Al continuaba mirándome
con la rabia contenida. Beatriz tenía la cara mojada;
estaba horrible sin maquillaje. Volví junto a Mónica
y la bese en la frente. Me sonrió.
Nos quedamos de pie viendo como Al se zafaba de Beatriz. En
el porche, apoyado en una de las banquetas, había un
hombre joven, con traje oscuro y camisa blanca. Llevaba gomina
en el pelo. Tenía un aire de perdonavidas. No llevaba
corbata.
*
* *
En
la cama hablamos durante un rato: principalmente de la metedura
de pata que habíamos cometido. Mónica estaba afligida;
yo no. Encendí uno de sus cigarrillos y lancé
el humo al techo; tenía el cenicero a un palmo de mi
cabeza.
-¿Tú crees que Alfredo estaba fumigando?
-¿Se llama Alfredo? -Lo pregunté con malicia.
A través de la oscuridad y el humo adiviné su
mirada.
-Sí -contestó-. Se llama Alfredo y tú lo
sabes muy bien.
-Te juro que no lo sabía. Siempre lo confundo con Alfonso
o Alonso o Alejandro -mentí.
Hubo una pausa. Terminé el cigarrillo.
-No -dije de pronto.
-No ¿qué?
.-Pues que no estaba fumigando. El muy cabrón.
Mónica apoyó el peso sobre el codo y dio media
vuelta.
-¿Qué crees que estaba haciendo?
Mónica
nunca ha sido muy lista para estas cosas.
-¿A ti que te parece? ¿No has visto al tipo que
estaba en el porche?
Ella me miraba con los ojos muy abiertos. No entendía
nada. Tanteé la mesa de noche en busca de la pipa. No
la encendí; la mordí.
-Mónica
- le dije un poco harto-. Hace tiempo que Al sale a altas horas
de la noche con la sola intención de mirar por la ventana
de su propio dormitorio.
Era inútil. No había forma de que lo entendiera.
No le conté que, si había telefoneado a la policía,
era por el simple hecho de joderlo.
Doy unos golpecitos a la pipa. La ceniza se desploma, compacta,
en el cenicero. El viento ha despejado las nubes; hay luna.
De pronto, Al sale. Pasea un par de veces por el porche; viste
un chandal, azul oscuro. Se acerca al camino: mira arriba y
abajo. Tiene especial cuidado en no pisar las flores.