16
noviembre 2002

 

Carlos
Giménez

  Soria


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El carnicero:
el encanto de la sencillez
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16
noviembre 2002

Carlos
Giménez

   
Soria


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El carnicero:
el encanto de la sencillez


La predilección por el embrollo
es una tentación del cine actual
Julián Marías

Claude ChabrolClaude Chabrol es uno de los cineastas surgidos de la Nouvelle Vague que, en mayor medida, ha reconocido la influencia de la obra de Alfred Hitchcock en sus films. De hecho, su admiración hacia la figura de dicho realizador ya se puso de manifiesto con la edición de un libro, co—escrito junto con Eric Rohmer, sobre el cine del "mago del suspense". Sus primeras películas (El bello Sergio, Los primos) dejaban bien patente la intención de seguir los pasos de su maestro en el tratamiento de las intrigas policiacas. No obstante, el interés del director parisino jamás se centraba exclusivamente en la trama, sino que, al mismo tiempo, trataba de retratar el entorno social en que tenían lugar los acontecimientos atribuyendo a dicho entorno el papel de condicionante del perfil psicológico y el comportamiento de los personajes. En consecuencia, sus thrillers acabaron convirtiéndose en críticas implacables contra la mediocridad provinciana de ciertas comunidades humanas. Dentro de esta línea, Chabrol dio a luz, a finales de los años 60, algunas de las películas más brillantes de su carrera (La mujer infiel, Accidente sin huella), alcanzando de este modo un mayor grado de madurez respecto a sus primeras obras. Sin embargo, el gran éxito de este cineasta llegó con el estreno de El carnicero (1969), que, de inmediato, pasó a ser considerada casi unánimemente por la crítica como una de las obras más redondas de su autor.

El carnicero es una película de una sencillez exquisita y, al mismo tiempo, está narrada con una precisión y un detallismo en la descripción del entorno y de las tipologías que pueden resultar incluso paradójicos. La acción se sitúa en el pueblo de Trémolat dentro de la región de Périgord, en plena campiña francesa. Narra la relación que se establece entre Popaul (Jean Yanne), un carnicero, y Hélène (Stéphane Audran), la institutriz de la escuela local. El film se abre con la celebración de una boda en la que predomina el bullicio del gentío. En un determinado momento de la escena, la cámara recoge la imagen de los dos personajes que protagonizarán la historia. Los selecciona de entre todos los asistentes a la boda pero no de un modo inmediato, porque al director le interesa hacer primero una descripción positiva del lugar. De hecho, a diferencia de sus anteriores films, el ambiente circundante a la historia está tratado aquí con un cariño especial. No aparece ni rastro de la habitual vena crítica de Chabrol contra los espacios en los que se ubica la acción. La descripción del lugar y las gentes del pueblo —interpretadas por los propios aldeanos— es benévola y afectuosa (de hecho, la película está cariñosamente dedicada a los habitantes de Trémolat).

Tras la boda y la presentación de los protagonistas, hay un largo travelling de seguimiento frontal en el que Popaul y Hélène intercambian relatos de sus respectivas vidas. El carnicero ha servido en el ejército durante quince años y alberga un resentimiento profundo hacia su difunto padre, mientras que Hélène se nos muestra como una mujer emocionalmente distanciada de las relaciones íntimas con las personas, aunque no tiene dificultades con la vida social del pueblo. Este plano, que culmina con la llegada de la profesora a su escuela, está rodado de manera impecable y nos trae a la memoria un plano similar que aparece en L'Atalante de Jean Vigo.

Nuestro progresivo conocimiento de los personajes no está descrito tan sólo por los diálogos, sino que los detalles que Chabrol incluye en la ubicación de las acciones y en el comportamiento de los personajes resultan tan importantes como las frases que pronuncian. De ahí que el hecho de que la escuela de Hélène sea al mismo tiempo su hogar —en el que vive aislada en la placidez de su solitario recogimiento— nos dé la medida de que en su vida no hay espacio para las relaciones de pareja debido a un desengaño amoroso que tuvo diez años atrás. Ahora toda su estabilidad emocional se centra en su labor de profesora con los niños, que actúa como sustituto afectivo de una familia que rechaza tener por temor hacia el dolor del mundo exterior. En otra esfera diferente tenemos a Popaul: a través de su trato cortés hacia la maestra, de las atenciones que le confiere, del modo en que la mira cuando enseña a bailar a sus alumnos —rodado con un precioso zoom de cámara— y del traje de época con que Chabrol lo presenta disfrazado en esta escena del baile, se nos muestra su proceso de enamoramiento. Pero la actitud de Hélène, que antepone la comodidad de poner a resguardo sus emociones a la iniciativa de manifestar sentimientos más profundos hacia Popaul, imposibilita una mayor aproximación entre el carnicero y la profesora e, incluso, mantiene su amistad en un punto estático. A partir de ese instante y sin ninguna conexión aparente, empieza a tener lugar una serie de asesinatos en los bosques que circundan la aldea.

Es entonces cuando la película empieza a articularse desde nuevos puntos de vista que amplían nuestra percepción sobre la historia. La profesora lleva a sus alumnos a ver las pinturas rupestres que el hombre primitivo dejó grabadas en las paredes de unas cuevas cercanas al pueblo. En la escena siguiente, se paran todos a merendar a orillas del río Dordogne y a una niña empiezan a caerle gotas de sangre sobre su tostada. Un rápido zoom capta la presencia de una mano ensangrentada que cuelga en lo alto de un barranco. Hélène acude sola al lugar y halla el cadáver de una joven acuchillada. Junto a éste, encuentra un mechero idéntico al que ella misma regaló a Popaul por su aniversario, pero se queda con él en lugar de entregarlo a la policía. Ahora la profesora alberga dudas respecto a la auténtica personalidad de Popaul.

Este punto de la película aporta grandes sugerencias por medio de pequeños detalles. Nos revela ese sentimiento profundo de Hélène hacia Popaul (al que antes se ha hecho referencia) a través de la complicidad que conlleva la ocultación de la prueba de un crimen. Respecto al carnicero, introduce un simbolismo muy claro: el rechazo de su amor hace brotar de él todos los traumas psicológicos que le han supuesto esos quince años en el ejército y lo devuelve a un estadio en el que para superar su frustración recurre a sus impulsos más primitivos (de ahí, la presencia de las cuevas prehistóricas). Por ello, cuando se comenta el asunto en el pueblo, Popaul siempre saca a colación el tema de la guerra: es el modo que tiene de justificar su conducta homicida.

Como resulta obvio, la necesidad del amor en el caso de Popaul no es la causa principal de su enfermedad mental, cuyo origen debemos buscar en otros motivos (sus años en la milicia, su educación en un hogar desestructurado y su empleo forzoso de carnicero). No obstante, sí podemos afirmar que la falta de reciprocidad de su amor es el factor último y determinante que le impulsa a cometer los asesinatos. De hecho, Chabrol sugiere sutilmente que Popaul jamás ha mantenido una relación con una mujer. No es de extrañar, pues, que el director aduzca como motivo que despierta el impulso homicida del carnicero esa frustración de su deseo amoroso hacia la institutriz.

Una vez introducida la historia policiaca, la compleja situación entre esta pareja de personajes irá derivando progresivamente en una serie de circunstancias cada vez más tensas que, a corto plazo, tendrá trágicas consecuencias para los dos. La obcecación de Hélène en cerrarse frente a una relación sentimental y la culpabilidad criminal de Popaul acabarán perjudicando a ambos. Cuando quieran percatarse de lo ocurrido, ya será demasiado tarde. El alba brumosa nos devolverá a una Hélène definitivamente sola y consciente de que podría haber salvado la vida de Popaul entregándole ese amor que ahora ha perdido la oportunidad de ofrecer.

Los más de treinta años transcurridos desde el estreno de la película no han menguado en absoluto su fuerza sugestiva: El carnicero sigue siendo una película perfecta tanto a niveles de concepción argumental como escénica. La mezcla de una temática policiaca con una historia que trata de ahondar en la humanidad de sus protagonistas (ambos espléndidos en sus papeles) a través de una historia de amor que pone de manifiesto los espacios más insospechados y solitarios del alma humana sorprende por su carácter atípico dentro de este género de películas. Por otra parte, la simplicidad de los hechos que Chabrol plantea en su sólido e inteligente guión no se corresponde con el carácter extraordinario de la obra que nos ofrece en imágenes, donde hasta el simbolismo más evidente (como el de la luz parpadeante del indicador del ascensor) adquiere un significado visual que sobrecoge al espectador.

La precisión de la puesta en escena (con elegantes movimientos de cámara y un uso apropiadísimo del zoom) junto con el gusto por los detalles visuales más agudos son algunos de los motivos que reafirman el talento cinematográfico de Chabrol y que, sin lugar a dudas, convierten a El carnicero en una de las obras más hermosas de su filmografía.

El carnicero

 

© Carlos Giménez Soria

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