El
carnicero:
el
encanto de la sencillez
La
predilección por el embrollo
es una tentación del cine actual
Julián Marías
Claude
Chabrol es uno de los cineastas surgidos de la Nouvelle Vague
que, en mayor medida, ha reconocido la influencia de la obra de
Alfred Hitchcock en sus films. De hecho, su admiración
hacia la figura de dicho realizador ya se puso de manifiesto con
la edición de un libro, coescrito junto con Eric
Rohmer, sobre el cine del "mago del suspense". Sus primeras
películas (El bello Sergio,
Los primos) dejaban bien
patente la intención de seguir los pasos de su maestro
en el tratamiento de las intrigas policiacas. No obstante, el
interés del director parisino jamás se centraba
exclusivamente en la trama, sino que, al mismo tiempo, trataba
de retratar el entorno social en que tenían lugar los acontecimientos
atribuyendo a dicho entorno el papel de condicionante del perfil
psicológico y el comportamiento de los personajes. En consecuencia,
sus thrillers acabaron convirtiéndose en críticas
implacables contra la mediocridad provinciana de ciertas comunidades
humanas. Dentro de esta línea, Chabrol dio a luz, a finales
de los años 60, algunas de las películas más
brillantes de su carrera (La mujer infiel,
Accidente sin huella), alcanzando
de este modo un mayor grado de madurez respecto a sus primeras
obras. Sin embargo, el gran éxito de este cineasta llegó
con el estreno de El carnicero
(1969), que, de inmediato, pasó a ser considerada casi
unánimemente por la crítica como una de las obras
más redondas de su autor.
El carnicero es una película
de una sencillez exquisita y, al mismo tiempo, está narrada
con una precisión y un detallismo en la descripción
del entorno y de las tipologías que pueden resultar incluso
paradójicos. La acción se sitúa en el pueblo
de Trémolat dentro de la región de Périgord,
en plena campiña francesa. Narra la relación que
se establece entre Popaul (Jean Yanne), un carnicero, y Hélène
(Stéphane Audran), la institutriz de la escuela local.
El film se abre con la celebración de una boda en la que
predomina el bullicio del gentío. En un determinado momento
de la escena, la cámara recoge la imagen de los dos personajes
que protagonizarán la historia. Los selecciona de entre
todos los asistentes a la boda pero no de un modo inmediato, porque
al director le interesa hacer primero una descripción positiva
del lugar. De hecho, a diferencia de sus anteriores films, el
ambiente circundante a la historia está tratado aquí
con un cariño especial. No aparece ni rastro de la habitual
vena crítica de Chabrol contra los espacios en los que
se ubica la acción. La descripción del lugar y las
gentes del pueblo interpretadas por los propios aldeanos
es benévola y afectuosa (de hecho, la película está
cariñosamente dedicada a los habitantes de Trémolat).
Tras la boda y la presentación de los protagonistas, hay
un largo travelling de seguimiento frontal en el que Popaul
y Hélène intercambian relatos de sus respectivas
vidas. El carnicero ha servido en el ejército durante quince
años y alberga un resentimiento profundo hacia su difunto
padre, mientras que Hélène se nos muestra como una
mujer emocionalmente distanciada de las relaciones íntimas
con las personas, aunque no tiene dificultades con la vida social
del pueblo. Este plano, que culmina con la llegada de la profesora
a su escuela, está rodado de manera impecable y nos trae
a la memoria un plano similar que aparece en L'Atalante
de Jean Vigo.
Nuestro progresivo conocimiento de los personajes no está
descrito tan sólo por los diálogos, sino que los
detalles que Chabrol incluye en la ubicación de las acciones
y en el comportamiento de los personajes resultan tan importantes
como las frases que pronuncian. De ahí que el hecho de
que la escuela de Hélène sea al mismo tiempo su
hogar en el que vive aislada en la placidez de su solitario
recogimiento nos dé la medida de que en su vida no
hay espacio para las relaciones de pareja debido a un desengaño
amoroso que tuvo diez años atrás. Ahora toda su
estabilidad emocional se centra en su labor de profesora con los
niños, que actúa como sustituto afectivo de una
familia que rechaza tener por temor hacia el dolor del mundo exterior.
En otra esfera diferente tenemos a Popaul: a través de
su trato cortés hacia la maestra, de las atenciones que
le confiere, del modo en que la mira cuando enseña a bailar
a sus alumnos rodado con un precioso zoom de cámara
y del traje de época con que Chabrol lo presenta disfrazado
en esta escena del baile, se nos muestra su proceso de enamoramiento.
Pero la actitud de Hélène, que antepone la comodidad
de poner a resguardo sus emociones a la iniciativa de manifestar
sentimientos más profundos hacia Popaul, imposibilita una
mayor aproximación entre el carnicero y la profesora e,
incluso, mantiene su amistad en un punto estático. A partir
de ese instante y sin ninguna conexión aparente, empieza
a tener lugar una serie de asesinatos en los bosques que circundan
la aldea.
Es entonces cuando la película empieza a articularse desde
nuevos puntos de vista que amplían nuestra percepción
sobre la historia. La profesora lleva a sus alumnos a ver las
pinturas rupestres que el hombre primitivo dejó grabadas
en las paredes de unas cuevas cercanas al pueblo. En la escena
siguiente, se paran todos a merendar a orillas del río
Dordogne y a una niña empiezan a caerle gotas de sangre
sobre su tostada. Un rápido zoom capta la presencia
de una mano ensangrentada que cuelga en lo alto de un barranco.
Hélène acude sola al lugar y halla el cadáver
de una joven acuchillada. Junto a éste, encuentra un mechero
idéntico al que ella misma regaló a Popaul por su
aniversario, pero se queda con él en lugar de entregarlo
a la policía. Ahora la profesora alberga dudas respecto
a la auténtica personalidad de Popaul.
Este punto de la película aporta grandes sugerencias por
medio de pequeños detalles. Nos revela ese sentimiento
profundo de Hélène hacia Popaul (al que antes se
ha hecho referencia) a través de la complicidad que conlleva
la ocultación de la prueba de un crimen. Respecto al carnicero,
introduce un simbolismo muy claro: el rechazo de su amor hace
brotar de él todos los traumas psicológicos que
le han supuesto esos quince años en el ejército
y lo devuelve a un estadio en el que para superar su frustración
recurre a sus impulsos más primitivos (de ahí, la
presencia de las cuevas prehistóricas). Por ello, cuando
se comenta el asunto en el pueblo, Popaul siempre saca a colación
el tema de la guerra: es el modo que tiene de justificar su conducta
homicida.
Como resulta obvio, la necesidad del amor en el caso de Popaul
no es la causa principal de su enfermedad mental, cuyo origen
debemos buscar en otros motivos (sus años en la milicia,
su educación en un hogar desestructurado y su empleo forzoso
de carnicero). No obstante, sí podemos afirmar que la falta
de reciprocidad de su amor es el factor último y determinante
que le impulsa a cometer los asesinatos. De hecho, Chabrol sugiere
sutilmente que Popaul jamás ha mantenido una relación
con una mujer. No es de extrañar, pues, que el director
aduzca como motivo que despierta el impulso homicida del carnicero
esa frustración de su deseo amoroso hacia la institutriz.
Una vez introducida la historia policiaca, la compleja situación
entre esta pareja de personajes irá derivando progresivamente
en una serie de circunstancias cada vez más tensas que,
a corto plazo, tendrá trágicas consecuencias para
los dos. La obcecación de Hélène en cerrarse
frente a una relación sentimental y la culpabilidad criminal
de Popaul acabarán perjudicando a ambos. Cuando quieran
percatarse de lo ocurrido, ya será demasiado tarde. El
alba brumosa nos devolverá a una Hélène definitivamente
sola y consciente de que podría haber salvado la vida de
Popaul entregándole ese amor que ahora ha perdido la oportunidad
de ofrecer.
Los más de treinta años transcurridos desde el estreno
de la película no han menguado en absoluto su fuerza sugestiva:
El carnicero sigue siendo
una película perfecta tanto a niveles de concepción
argumental como escénica. La mezcla de una temática
policiaca con una historia que trata de ahondar en la humanidad
de sus protagonistas (ambos espléndidos en sus papeles)
a través de una historia de amor que pone de manifiesto
los espacios más insospechados y solitarios del alma humana
sorprende por su carácter atípico dentro de este
género de películas. Por otra parte, la simplicidad
de los hechos que Chabrol plantea en su sólido e inteligente
guión no se corresponde con el carácter extraordinario
de la obra que nos ofrece en imágenes, donde hasta el simbolismo
más evidente (como el de la luz parpadeante del indicador
del ascensor) adquiere un significado visual que sobrecoge al
espectador.
La
precisión de la puesta en escena (con elegantes movimientos
de cámara y un uso apropiadísimo del zoom)
junto con el gusto por los detalles visuales más agudos
son algunos de los motivos que reafirman el talento cinematográfico
de Chabrol y que, sin lugar a dudas, convierten a El
carnicero en una de las obras más hermosas de
su filmografía.