17
diciembre 2002

 

 

Antonio
  Redondo

 
 Andújar

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Catorce
sonetos

eom
Volver a Aire

 

 

 

 

 

 

17
diciembre 2002

Antonio
Redondo

 Andújar


eom
Volver a Aire


Catorce sonetos

 

I

 

    SI espero de tus labios el consuelo
que me haga retornar alado al mundo
del que por ti me aparto, me confundo
si, una vez consolado, no alzo el vuelo.
    Tu consuelo me aferra más al suelo
y entre lo mineral, ciego, me fundo.
Mi antes frágil ser se hace rotundo;
lo que fue indecisión tan sólo es celo
    que, celoso de sí, más me perturba.
Por fin lo inesperado de un amago
que proviene de ti no me conmueve
    sino que me relaja por lo leve,
por lo que un gesto así tiene de vago,
mueca imposible hallada entre la turba.

 

II

 

    TODA caricia huye, se renueva.
No hay nada permanente, ni tus manos
cuando en mi cuerpo escriben los profanos
renglones de pasión que el tiempo lleva.
    No es muerte, es ya pasado que se eleva
a donde está el recuerdo. Más humanos,
sin duda, parecemos: casi hermanos
a los que un ideal común subleva.
    Cubrimos nuestros cuerpos con un manto
que nos impida ver y, también, vernos
heridos por un dios inexistente.
    Sabemos que no hay nada permanente,
que ni el amor podrá hacernos eternos
aunque lo divinice nuestro llanto.

 

III

 

    TÚ me trajiste flores amarillas.
No te lo agradecí. En ellas hallo
lo que me da temor. Se cierne mayo
sobre nuestro dolor, nuestras rencillas.
    Esa madeja negra que ahora ovillas
no nutre nuestro amor, que nutre el rayo
que estalla en la tormenta en la que estallo
pues cuanto más me quieres más me humillas.
    Tanto sonido y luz mi ardor inflama
que se puebla mi espíritu de un fuego
que nunca se consume: es insaciable.
    Impregnado de sangre está mi sable:
tanta herida la vida torna en juego,
tanta muerte me torna fría llama.

 

 

IV

 

    NO me sirve de nada la añoranza
que se alimenta de lo perecido.
Si tengo el don de amar, amo el olvido
y en éste pongo toda mi esperanza.
    Amo el desequilibrio en la balanza
entre lo por vivir y lo vivido.
Jamás consentiré que en mí hagan nido
los pajarracos de la vil templanza.
    Lo que persiste tras de toda ausencia
nos muestra su perfil más bondadoso
y humildes nos sumimos en su engaño
    como corderos dóciles. Lo extraño
de este sueño perpetuo es ver el foso
al que ha de despeñarnos la inocencia.

 

 

V

 

    UN infame deseo de premura,
del que no puedo huir aunque lo intento,
ha de tornar mi espíritu más lento
de lo que lo es por sí. Mi bien procura,
    mas tanto bien acaba en desmesura,
mutando aquél en mal, la brisa en viento,
el ser antes saciado en ser sediento
y el ansia de saber en catadura.
    Y tanta es, pues, la prisa que aún anhelo
que los dones de un dios inexistente
hagan en mí su nido o que este velo
    —que ha cubierto los ojos de mi mente—
pronto desaparezca y mi recelo
ocupe su lugar, grite: "¡Detente!"

 

 

VI

 

    APARTADO de todo he descubierto
que en aquel aislamiento nada es vano.
Que, pese a ser ascético, es profano
porque al dios al que adoro es dios incierto.
    No hay templo que habitar, sólo el desierto
más desierto posible e inhumano.
Mi anhelo es un anhelo casi anciano,
que es incapaz de andar, que yace yerto.
    Aunque le entregue un poco de mi vida,
tan poco es lo que, al fin, le habré entregado
que no podrá sanar su abierta herida.
    Y así este anhelo enfermo al que he amado
no representará ya la medida
de mi mudo existir enajenado.

 

 

VII

 

    EN el transcurso de mi corta vida
lo que me huyó fue poco, fui yo mismo
el que hubo de arrojarlo a aquel abismo
en el que guardo mi alma envejecida.
    Todo tiene su tiempo, sin medida
porque no es mensurable un egoísmo.
El tiempo, más que nada, es espejismo
y más allá del tiempo no hay cabida.
    De esta forma alejamos lo vivido
transformándolo, a veces, en recuerdo
que, como tal, creemos fenecido.
    Adorar el presente es lo más cuerdo
aunque en la adoración hallemos daño,
si en el pasado hallamos sólo engaño.

 

 

VIII

 

    ME entregas tanto amor que tengo miedo
de no darte, a mi vez, lo que procuro.
Lo que de tierno hallé resultó duro
cuando desentrañé su mal remedo.
    Por eso es que ante ti, silente, quedo,
teme mi pensamiento —es inseguro—
que tanta claridad me torne oscuro
si a tal ofrecimiento, al fin, accedo.
    No sé dónde está el mal, si es en mi alma
o en lo que habrá de herirla desde fuera
perturbando por siempre nuestra calma.
    No sé dónde está el mal, si mi pecado
es sólo este pensar que tras la espera
nuestro amor no será recompensado.

 

 

IX

 

    MIL veces la pregunta me reitera
y mil veces respondo desolado
que he de asumir mi ser desorientado
hasta que llegue, al fin, la primavera.
    Soy ahora un muñeco de madera
aún sin modelar, prefabricado,
que pone en juego todo su cuidado
para evitar sufrir en esta espera.
    Las manos que son fuente de caricias
dejan en mí una huella dolorosa
que el tiempo ha de sanar: no desconfío.
    Detrás de los pesares las delicias
construirán en mí la más hermosa
y humana sinrazón: el desvarío.

 

 

X

 

    SOMOS hijos de un dios, de un dios violento.
Somos hijos de nadie, criaturas
surgidas de la nada e inmaduras:
en nuestro corazón todo es tormento.
    Adoramos el mal, si el mal es lento
a la hora de lanzarnos sus premuras.
Nos subliman todas las desventuras
si no han de perturbar nuestro contento.
    Acabamos cerrando, al fin, los ojos
para, rememorando lo sufrido,
de lo que amargo fue sacar provecho.
    Y pervivimos entre los rastrojos
que no soliviantaron el latido
de nuestro pasional y hambriento pecho.

 

 

XI

 

    SI ahora me rehuye el pensamiento,
cansado de pensar en lo impensable,
regresará mañana más estable:
sentado esperaré su advenimiento.
    Mientras tanto daré a este sentimiento
que pervivió en mi ser, casi inmutable
—plasmando su carácter más estable
en aquel enemigo al que me enfrento—,
    rienda suelta y disculpa si algún día
lo que sembré cegado por su anhelo
me vuelve con el rostro ya marchito.
    La vida nos ofrece una alegría
y abrazarla debemos sin recelo:
quien huye del amor vuelve maldito.

 

 

XII

 

    NO sé qué es la belleza en este instante
en el que no contemplo nada bello.
No sé que es la belleza, si es aquello
que permanecerá siempre distante
    o aquello que se entrega fiel y amante
con perpetua pasión, seguro sello.
Si será el suave olor de tu cabello
o el eje de tu cuerpo equidistante.
    Si, tal vez, lo desnudo de la ausencia
y el desamparo de unos labios mudos
o la falsa ilusión de una presencia
    que al fin desatará todos los nudos
que la existencia tiende a la inocencia
de nuestros cuerpos frágiles, desnudos.

 

 

XIII

 

    AHORA a solas mi mente rememora
cómo dejé de ser un desdichado:
el barco del dolor quedó varado
por siempre en ese mar en el que mora.
    Aquel recuerdo vano en mala hora
su aparición mi sueño ha perturbado
que me pregunto, al fin, acongojado:
¿Qué me impide abrazar a aquél que llora?
    De mí aparté las lágrimas sumisas,
las lágrimas furtivas, descuidadas,
las lágrimas más viles e indecisas.
    Mis hijas fueron, hijas despechadas
que se vengan de mí trocando en hielo
lo que creí pasión, mi amor en celo.

 

 

XIV

 

    DETRÁS de esta penumbra estoy atado
y sé que no soy yo, pero imagino
que aquél que está en prisión es mi asesino,
una prisión que yo le he fabricado.
    Él podría gritarme, mas callado
asume tristemente su destino.
En su mirada fría no adivino
señales de su ser atormentado.
    Hemos estado, a veces, frente a frente,
los dientes apretados, casi odiándonos.
Hemos pasado así toda la vida.
    Supuse que no había otra salida
—era imposible, pues, vivir amándonos—
que encerrarlo en el fondo de mi mente.

 


©
Antonio Redondo Andújar  

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