Tras
la fatiga de un viaje nocturno, al final de la madrugada, con
pocos y entrecortados momentos de sueño, entre febril
y escalofriado, entraste en el vestíbulo oscuro y desierto
del hotel. Qué vacío el de esa hora que antecede
al alba; qué mundo increado o extinto el que se mira
entonces.
Atrás
quedaban los días soleados junto al mar, el tiempo inútil
para todo excepto para el goce descuidado, la compañía
de una criatura querida como a nada y como a nadie. El frío
que sentías era más el de su ausencia que el de
la hora temprana en un amanecer de otoño.
Despojado
bruscamente de la luz, del calor, de la compañía,
te parecio entrar desencarnado en no sabías qué
limbo ultraterreno. Y con agustia creciente volvías atrás
la mirada hacia aquel rincón feliz, aquellos días
claros, ya irrecobrables.
Qué
agonía en aquel alba desolada, entre los objetos sórdidos
del existir cotidiano, hecho por y para aquellos que no pueden
ser, ni podrán ser nunca parte de ti. Al entrar en tanta
extrañeza tu vida se volvió, ella también,
otro objeto inerte y vacío, como concha de la cual arrancarán
su perla.
Y,
¿por qué no decirlo? Tus lágrimas brotaron
entonces amargamente, pues que estabas solo y nadie sino tú
era testigo de tanta debilidad, en honor de lo perdido. ¿Lo
perdido? Tú mismo eras a un tiempo, viudo de tu amor,
el perdidoso y el perdido.
¿No
será posible recobrar en otra vida los momentos de dicha,
que tan breves han sido en este existir todo fastidio, monotonía,
seres extraños? ¿No será posible reunirte
para siempre con la criatura que tanto quieres? («Y siempre
pueda verte,/ Ante los ojos míos,/ Sin miedo y sobresalto
de perderte»). Si no es posible, ¿qué razón
tiene el vivir, cuando aquello en que se sustenta es ya pasado?
Como
Orfeo afrontarías los infiernos para rescatar y llevar
de nuevo contigo la imagen de tu dicha, la forma de tu felicidad.
Pero ya no hay dioses que nos devuelvan compasivos lo que perdimos,
sino un azar ciego que va trazando torcidamente, con paso de
borracho, el rumbo estúpido de nuestra vida.