Del
firmamento brotó esta historia en una lóbrega
jornada, toda noche, toda palabra de Dios.
Mi entendimiento, abyecto órgano de mi conciencia,
no sabe reproducir el lenguaje de las tinieblas, pero
mi conciencia, órgano eremita de mi tiempo en
este mundo, puede contemplar. Ahora, contemplaré
con usted la historia revelada, pero incomprendida;
ahora, beberé con usted la leche que brota del
pecho de Dios.
Antes de comenzar el tránsito, invoco a la oscuridad
más extrema, blanco indefinible y divino de la
lactancia, invoco a la primera metáfora, de donde
nacen todas las palabras y todas las conciencias, para
que este sueño, lóbrega jornada, toda
noche, toda palabra de Dios, destile letras, ornamentos
de perdición:
Llegó Dios hasta la ciudad en forma de viento,
penetró en nuestras moradas, vigiló los
actos, miró, escuchó, tocó, comió,
olió, desplegó los infinitos sentidos
que el hombre no posee y tomó una grave determinación:
Él, que alguna vez creó el tiempo, como
también creó la luz, decidió destruir
el tiempo en nuestra ciudad.
Así y por el castigo de Dios los habitantes quedaron
inmóviles cual estatuas; todos los movimientos
de todos los rincones perecieron. Ni siquiera la brisa
recorría las esquinas ni los pájaros volaban
sobre las veredas ni las nubes formaban figuras en el
cielo sobre las calles ni el sol distribuía horas
y luces. La ciudad fue una ciénaga de aire ensombrecido.
Quizás, por ser justo o por ser escritor, estuve
ausente en aquella jornada. Hallándome en la
isla llamada Patmos, fui arrebatado en espíritu
y oí tras de mí una voz fuerte, como de
trompeta, que decía: "Lo que vieres escríbelo
en un libro". Inmediatamente me encontré
en nuestra ciudad, pero antes de su Apocalipsis. Me
encontré, vituperado por hombres y mujeres que
no conocía, aún que conocía, en
las sendas vertiginosas que dividen edificios y negocios,
en los pasillos que atraviesan a los barrios de la desidia,
en las rutas que penetran hasta los parques sucios y
pestilentes. Me insultaban con palabras. Así,
me encontré en nuestra ciudad para narrar el
fin de su tiempo.
Entonces y de alguna forma, avancé por la ciudad
en forma de viento, penetré en las moradas de
sus habitantes, vigilé sus actos, miré,
escuché, toqué, comí, olí,
desplegué infinitos sentidos que el hombre no
posee y determiné lo inevitable: Destruir.
Pero,
por hombre, preferí huir de Dios antes que predicar
la muerte sobre la ciudad. Compré un pasaje en
las cercanías del puerto y me embarqué
hacia algún lugar alejado de Dios. Navegué
sobre la superficie de las aguas desconocidas durante
muchos años, hacia el poniente, huyendo del Distribuidor
del Tiempo que me perseguía, mas en el mediodía
del mar, el Creador, Padre Todopoderoso, me alcanzó
mientras dormía y envió una gran tempestad
sobre el barco.
Los marinos, criaturas siempre supersticiosas, clamaron
a diferentes dioses y amuletos. El comandante mismo
se acercó hasta mí, y, despertándome
del estado que me envolvía, me ordenó
que invocara a mi Dios para que cesara la tormenta.
Al mismo tiempo, los hombres echaron una moneda en busca
del responsable de la cólera divina: la suerte
cayó sobre mí.
Los marineros y los pasajeros me interrogaron; yo les
narré esta historia; el mar embravecía.
Aquellos
hombres se atemorizaron y me preguntaron: "¿Qué
vamos a hacer contigo para que el mar se nos aquiete?"
Respondí con la verdad: "Tomadme y echadme
al mar, y el mar se os aquietará, pues bien sé
yo que esta gran tormenta os ha sobrevenido por mí."
Me echaron al mar y el mar se aquietó en su furia.
Hallándome
en las aguas desconocidas fui devorado por un gigantesco
pez enviado por Dios. Desde el vientre de la bestia
clamé en mi angustia a Dios con toda clase de
oraciones y promesas durante tres días y tres
noches. Entonces Dios ordenó al pez que me vomite.
Cuando era expulsado del estómago del infierno,
cuyo cerrojo fue echado sobre mí para siempre,
tuve conciencia de la destrucción del tiempo:
Del valle de las sombras de la muerte, vientre embarazado
de olvido y silencio, Dios, como una partera, arrancó
mi ser de aquella jaula y tomando mi cabeza entre sus
manos me recostó en un nido tibio de luz y de
vida: ahora era Dios quien me tragaba.
Entonces me encontré nuevamente en nuestra ciudad.
En esta ocasión, siendo ya un santo, ordené
la destrucción con palabras irreproducibles.
Y ahora, los habitantes fornican con la muerte, criatura
sin tiempo. Ahora, los habitantes de nuestra ciudad
son vituperados por mí. Ahora, yo, Juan, Jonás,
mamo las letras que fluyen de los pezones de Dios y
escribo lo que veo. Ahora, yo, Juan, Jonás, soy
Dios, lóbrega jornada, toda noche, toda palabra.
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